Quien haya visitado Londres alguna vez, sabrá de sobras que la comunidad asiática (especialmente la hindú) es una de las más asentadas en la capital británica. Basta recorrer los barrios que se extienden por el sureste de la misma para comprobarlo. Pero si algo llama la atención del visitante extranjero, es el modo en el que las distintas etnias y culturas se han integrado en la vida de la ciudad. Cuando se dice que Londres es una urbe cosmopolita, no se trata de una frase echa. Pero, como no podía ser de otro modo, bajo esa aparente heterogeneidad de comunidades adaptadas, sigue latente un arraigo hacia lo propio, las costumbres, la religión, el idioma… sobre este mundo oculto versa la película de Sarah Gavron, adaptación de la polémica y premiada novela de Monica Ali, Siete mares, trece ríos.
Se trata pues de un film al que pueden presuponérsele múltiples vertientes, un drama social sobre el arraigo de las raíces pero también una película romántica sobre una joven inmigrante de Bangladesh atrapada en las redes de un matrimonio concertado en busca de un amor desconocido. Lo cierto es que se trata de un tema bastante recurrente, aunque su particular ambientación puede hacerle ganar unos cuantos puntos. En resumidas cuentas, una película agradable de ver y bien realizada pero que no tiene pinta de aportar nada nuevo a este tipo de producciones.