Antonio del Real, el mismo de la decente Chá-chá-chá, nos ofrece un espectáculo sin demasiado sentido ni sensibilidad con más que una comedia, un disparate de escenas en busca de risa.
La cansina manera de Arturo Fernández, y la molesta, no por el acento, todos mis respetos, sino por lo exagerado del personaje de Pelayo, no soportan ni media hora de película en la que enseguida buscamos el obligado desnudo para mantener algo de interés. Kira Miró está en lo que está pero cuando sus despelotes terminan, del todo también terminan los últimos alientos de película.
Despropósitos sin fuerza, un clan de gamberros de los de antes, pero ya no funciona como antes, ya no sirve este talento para la exageración y las repeticiones de diálogo para hacer ver el isterismo como una modalidad de existencia. Ya no. Eran otros tiempos.