Hay una cierta pretenciosidad en el nuevo trabajo de Christian Mungiu, como bien prueba el que esta película sea tan solo la primera entrega de una serie de films recopilados bajo el explicito titulo de Tales of the Golden Age y que tratan de exponer el comunismo de la época de Cauceascu a través de una visión externa y realista. Cuatro meses, tres semanas y dos días se presenta como un drama bastante especial, no tanto por su fondo sino por su forma. Si algo destaca del modo en que esta historia sobre un aborto ilegal en la Rumania de finales de los ochenta está contada, es la aparente falta de juicio por parte del film hacia la historia.
La labor actoral de Anamaria Marinca y Laura Vasiliu es excepcional, dando vida a una relación tan compleja como sutilmente recreada en pantalla. En efecto, la especial unión entre Otilia y Gabita -una tremendamente irresponsable y vulnerable, la otra tan hastiada como protectora- parece similar a la de dos hermanas. No es de extrañar que ante el crápula que practica el aborto decidan aparentarlo. El sacrificio hecho por la segunda a la hora de satisfacer los más bajos deseos de este odioso personaje nos muestra hasta donde llega su amistad, pero supone también el punto de inflexión a partir del cual su relación se recrudece, achacando veladamente a la otra todos los problemas surgidos, de un modo muy humano. De hecho, es el personaje de Anamaria Marinca quien sustenta toda la película y deja entrever a través de esa mirada sostenida y desnaturalizada al feto, envuelto en una toalla en el suelo del baño, las pretensiones moralizantes del director. El resto de secundarios están correctos, aunque quizás la interpretación de Vlad Ivanov en el papel del abortista sea algo forzada, a causa eso sí de la propia personalidad de su alter ego, al que se da el nombre nada casual de Bebe.
Puede parecer sencillo aprovecharse de las circunstancias para tratar de hacer política con el entorno en el que se desarrolla la trama, pero durante gran parte del metraje Mungiu no parece pretender exponer mensaje alguno. Dicho de otro modo, el director no se centra en la época, sino en los hechos, un suceso narrado desde la más completa objetividad. Bien se puede definir a la película como la crónica de un aborto ilegal. Eso no quiere decir que el realizador descuide los entornos en los que este se desarrolla. Al contrario, se sirve de ellos para resaltar la crudeza de lo que se nos está contando a través de una especie de equiparación estética. A ello contribuye la lograda recreación de la decadencia comunista a través de una fotografía de claroscuros y unos decorados repletos de bombillas fundidas, suciedad acumulada y otros ejemplos del desgaste del tiempo. La falta de moral, esa frialdad de principios, se trasmite igualmente a los diversos personajes que desfilan momentáneamente por la pantalla, ya sea en la figura de la recepcionista de un hotel, en la relación que Otilia mantiene con su novio o en la aparente calidez de una reunión de amigos, bajo la cual se esconde una terrible hipocresía, nada velada.
Desde un punto de vista puramente cinematográfico, el film de Mungiu es una virguería del rodaje, destacando sus eternos planos fijos y tremendos planos secuencia rodados con la cámara al hombro. El más reseñable de todos es el que utiliza el director para meternos en la piel de la protagonista cuando se dirige a deshacerse del feto, ese camino lúgubre, plagado de tensión y tan alejado de maravillas coreografiadas como las que Cuarón nos muestra en Hijos de los hombres. La angustia que en todo momento siente el espectador involucrado una vez se desvela la trama central de la historia y comienza el riesgo para las protagonistas -embarcadas en una autentica odisea con visos de no llegar a buen puerto- alcanza en ese momento unas cotas altísimas. El ritmo es lento pero conciso, ajeno a todo tipo de florituras, y deriva en un estilo frío y despersonalizado. La ausencia de música contribuye sobremanera a generar esa sensación de ser un mero espectador. Ahora bien, no se puede interpretar una completa falta de mensaje en el conjunto. La prueba más evidente de ello la encontramos en ese final desolador, completamente súbito, expresado una vez más a través de la mirada de Otilia.
En resumidas cuentas, Cuatro meses, tres semanas y dos días es una película difícil y tremendamente dura que no llegará a convencer a muchos espectadores debido al poco margen de complicidad que ofrece el director para que se enfatice con la historia. Eso sí, quienes consigan introducirse en ella encontrarán sin duda un trabajo encomiable, aunque bastante lejos de merecer el calificativo de gran película europea del año. La palma de oro en Cannes y el premio FIPRESCI se antojan ahora un tanto exagerados. No obstante, si que resulta un perfecto exponente del nuevo cine de autor que nos llega desde Rumania, tan solo una muestra más de este nuevo y desolador cine del Este. Sucio, frío y real, como la vida misma.