Ozon nos presenta
un juego inteligente y divertido entre ficciones. Una pequeña historia que se
ve absorbida por la historia que a su vez contiene. De esta manera, nos habla
de la narración en sí. En este caso el tema es la literatura, aunque podría
servirnos para las otras artes narrativas. Esencialmente nos habla de la
relación entre el autor y su público, reduciendo al máximo la distancia entre
ambos. Uno de los protagonistas hace notar que cuando escribes, escribes para
alguien -después se hace referencia precisamente al sultán y Sherezade, que es
un claro precedente. Lo que se remarca en la película es precisamente esa
condición de emisor y receptor, en la que este último tiene una influencia
pasiva pero muy importante sobre el primero. También queda patente la necesidad
del autor de tener un público que valide su obra. Esto lo veíamos claro en otra
genial película francesa, Rubber,
donde también el espectador terminaba adquiriendo una importancia interactiva
destacada.
El director nos lo va presentando con calma, poco a poco,
con una realización elegante, con aislados brotes de virtuosismo como en la
introducción a los créditos. Enreda con suavidad la trama, apoyándose en el
esencial voayerismo del espectador, como en La
ventana indiscreta -con guiño final. Un gran baile entre la intimidad y la
curiosidad. Seguro que muchos podemos identificarnos con el afán casi obsesivo
con la que el profesor espera el siguiente capítulo. Critica fríamente la
calidad del texto -en eso es especialmente sincero Ozon, pues también es autocrítica-
pero no por ello quiere dejar de saber. Somos espectadores voraces, curiosos
insaciables.
Hay mucho humor en la película, casi siempre cínico. Se ríe
de la mala literatura, se ríe de la vulgaridad en un tono absolutamente snob, del
falso arte. Nos hace partícipes de ese mirar por encima del hombro y también se
ríe de esa estúpida superioridad. Se ríe de sí mismo, cuando su ficticio autor juega
a la crítica implícita haciendo comentarios sobre el chándal (recordemos a
Catherine Deneuve en Potiche) Tampoco
falta el morbo, ese que empuja al protagonista/espectador a seguir con la
película. Ozon maneja esa ambigüedad sexual que se le da tan bien con un
protagonista, Ernst Umhauer,
absolutamente sibilino.