Que íbamos a ver un nostálgico tributo al cine mudo estaba
bastante claro. La magia de esos silencios, la importancia de las miradas, los
gestos exagerados, las sonrisas descomunales. Una vida silenciosa pero enormemente
esplendorosa. Como digo, que eso iba a estar ahí era algo seguro, y que se iba
a hacer bien, algo muy probable. Pero es que fuera del aspecto formal, del
homenaje en su estilo, The Artist sigue siendo una película perfectamente válida.
Es divertida, con gags muy buenos, como el vaso que hace
ruido o el "Bang", a través de un uso muy inteligente de su lenguaje limitado. También
hay una historia que, dentro de la ingenuidad que le impone su propuesta,
resulta enternecedora. Especialmente emotiva y lograda es al escena del climax, con montaje paralelo que usa una pieza de la banda sonora de Vértigo.
Gran parte del peso está depositado por sus dos
protagonistas, Jean Dujardin y Bérénice Bejo. Ambos derrochan energía,
personalidad. Cada vez que sonríen se ilumina la pantalla y sus movimientos - y
no me refiero sólo al baile - son pura plasticidad. Junto con el polifacético
perro, se comen la película.
Parece que el cine francés está empeñado en mostrar la
impotencia del artista ante el progreso, como también se hace en El ilusionista. Aquí, finalmente, se ve
como siempre hay una manera para adaptarse a los nuevos tiempos. Al menos hay
que buscarla.