No es la primera vez que vemos el lado
menos glamouroso del servicio secreto británico, tan alejado del
estilo Bond; pero quizá sí puede ser la película en la que más
lejos se ha llevado este concepto. Desde la forma: los tonos
grisáceos, apagadísimos, la textura granulada. Desde el vestuario,
tan británicamente triste, los peinados relamidos, la decoración
funcional y simplemente fea. Pero también en lo que sucede: una
tortura sin malvados sádicos sudorosos, simplemente una funcionaria leyendo el periódico mientras la víctima sufre el tormento del
sonido en los auriculares.
Quiero pensar que sonaba Manos de topo.
El gusto por cada uno de esos detalles
de cutre realidad hacen de esta una película muy personal, con esos
espías con aliento a humo y brandy, envejecidos y sin habilidades
más especiales que la de desconfiar con acierto de quien sea, de
anticiparse a la jugada del contrario. La habitual trama compleja de
agentes dobles y pistas falsas resulta interesante pero es, al fin y
al cabo, lo de menos. Cuando uno puede deleitarse con este golpe de
mediocridad y con esos espías que muestran claramente su debilidad,
su humanidad.
Todo esto dentro de la increíblemente
fluida dirección de Tomas Alfredson, que enlaza un plano con
otro con un dinamismo extraordinario y que huye constantemente de lo
evidente, de los convencionalismos del género, tanto en su
planificación como en el desarrollo de la historia. Te obliga
constantemente a mirar la película con ojos limpios. Sabe administrar algunos retazos de salvajismo, con mucha contención, apoyarse en la elegante composición de Alberto Iglesias, y jugar con la música, que además de cerrar la ambientación de la época, genera secuencias brillantes como la que se mueve al son de La Mer (interpretado nada menos que por Julio Iglesias). El inmenso trabajo de todo el reparto, liderado por un impecable Gary Oldman, hace el resto. En cuanto a Mark Strong, creo que no se le valora lo suficiente, se come la pantalla.
Una de las películas del año.