Asumo que, desde luego, hoy no es el mejor día para hablar de trenes. Mi total solidaridad con las víctimas de lo acontecido en Castelldefels.
Esta película supone el regreso de uno de los grandes nombres del cine francés, uno de esos que componen un firmamento que no se deja ver por tanta nube formada por la lejanía de sus grandes obras. Hablo de André Techiné. Hablo del director de, por ejemplo, Los juncos salvajes.
Un director que ha sabido heredar esa dialéctica de lo corpóreo, del erotismo, de, por ejemplo, el ambiente que se respira en Pauline en la playa de Rohmel. Una dialética que, hasta donde yo he visto, tocó fondo con Ladrones, una película sobre despertares que se olvidaba de darle al espectador un lugar en el que habitar que no fuese común.
Su anterior película, Los testigos, venía a suponer una suerte de revisionismo generacional, en una película muy francesa que trataba de recordar cómo fue la entrada del SIDA en una generación un tanto desorientada.
En la presente película, la mirada de Techiné no va tan lejos, se queda en una noticia que provocó un verdadero terremoto político, social y mediático en la Francia de 2004. Una buena premisa que da tanto juego para atinar como para perderse en un tiki-taka de pretenciosidad. Desde luego que Techiné conoce el oficio, pero hay que temer que decida mostrarnos a la protagonista con tanta candidez y atracción, que se olvide de los muchos mecanismos que hay que dejar a la vista para exprimirle todo el jugo a la historia.
En en el reparto, la divina Catherine Deneuve, y la protagonista, una no demasiado conocida Émilie Dequenne. ¿Una película sobre la identidad nacional, debate tan de moda en Francia?