Jim Jarmusch ha
rodado una película con una estructura diferente, alejada de los cánones y ya
de paso, alejada de cierta coherencia. Podemos aceptar o no esta osadía,
pero esta es su propuesta y en función de esta aceptación deberemos valorarla,
si la aceptamos, y si no, poco más hay que decir. Personalmente, la acepto a
medias. Creo que el planteamiento de variaciones por repetición no se puede
transponer de otro arte como puede ser la música sin tratarlo debidamente.
Termina resultando algo simplona tanta repetición sin que se haya buscado la
más mínima justificación. En Flores
Rotas también funcionaba hasta cierto punto por repetición, con cada
posible madre, pero allí tenía un sentido. Aquí es pura licencia poética. Por
otra parte, el final es tan simbólico que apenas queda algo de lo que sería la
primera lectura, sólo podemos seguir este suceso a partir de lo representado,
el poder, la imaginación, etc.
Dicho esto, y mostrado mi descontento por esta elección que
creo que no termina de estar bien encajada, debo decir que hay varias cosas
interesantes en esta película. Para empezar, el estilo tan cool con el que dota
a sus personajes. La clase del protagonista, Isaach de Bankolé, un habitual suyo. La delicia hortera de Tilda Swinton, el aspecto bohemio de John Hurt, el toque cañí oscuro de Luis Tosar, y por qué no decirlo, el cuerpazo sexy que se gasta Paz de la Huerta. Pero quizá lo más
interesante aquí es la relación con el arte. Un arte que aparece en la propia
película de forma muy patente. Los cuadros señalados en el Reina Sofía se verán
más tarde como planos de la película. Las referencias al cine, terminan siendo
autoreferencias (como el momento en que comentan lo interesante de los
silencios en el cine).
En definitiva, una película que se puede observar desde el arte, que a pesar de sus elecciones experimentales no llega a aburrir en ningún momento y que es rica en detalles y estética; pero que se muestra algo tonta a veces y no se molesta lo suficiente en buscar algo de coherencia.