Hoy está de moda definirnos por nuestros gustos e intereses, por nuestra admiración e incluso fanatismo. Casi todo el mundo tiene un Facebook en el que volcar todo aquello que nos apasione, y que hasta cierto punto habla sobre nosotros mismos. Eso parece que haya buscado Isabel Coixet con esta película, definirse por aquello que le apasiona, como si hubiera convertido su trabajo en un Facebook fílmico, en un Facefilm diremos por acuñar otro estúpido término. Nos dice cosas como "A mí también me gustan los mochis de fresa"; me gusta sorber el ramen; los chaparrones de Tokio; los cementerios en verano; "jugar" en el metro... Rodar un facefilm no tiene por qué ser malo, a Tarantino el funcionó en Kill Bill, claro que ante todo, incluía su propia personalidad.
Lamentablemente, y aunque esta no sea una mala película, de una cineasta con la personalidad de Coixet uno espera que se defina ante todo por lo que es, no sólo por lo que admira. Paradójicamente, en la obra más susceptible de convertirse en su trabajo más personal, encontramos una impronta mucho más débil que en sus grandes trabajos. No hay momentos inolvidables, como la escena del Senza Fine en el coche de Mi vida sin mí, ni secuencias como la de los columpios al son de Tom Waits de La vida secreta de las palabras. Pero sobre todo, en ningún caso encontramos el crudo y elegante drama de los citados trabajos, salvo quizá en un par de planos sueltos (el arrebato del padre en el banquete inicial y la soledad del protagonista en la habitación de hotel hacia el final de la película). La historia resulta poco original (la asesina que se enamora de su víctima y termina dando la vida por él, de un modo bastante forzado, por cierto), como si no fuera un elemento importante, sólo una excusa. Las escenas de pareja terminan siendo reiterativas, además de tan artificiales que es difícil sentir pasión o química entre ellos dos. Parece que responden más a las fantasías de la directora que a un deseo físico real. Tampoco funciona bien ese narrador a veces omnisciente que no termina de materializarse como personaje.
Afortunadamente, en la realización hay mucho talento. La atmósfera de Tokyo, con esas lluvias que golpean el suelo húmedo de la ciudad, la luz blanca entre las botellas de vino, por supuesto el trabajo de sonido. Toda una recreación repleta de imágenes de finísima belleza urbana. Un buen trabajo de actores (a excepción de un punto: por favor, que le prohíban a Sergi López doblarse a sí mismo), una sexy Rinko Kikuchi, y eficiente reparto general. Una escena del karaoke que supera en intensidad -que no en hipnosis- a la de Bill Murray. Muchos puntos interesantes, pero una impecable factura y un guión ameno y sexy queda muy por debajo de lo que le pido a esta directora de primera fila.
Veremos si la próxima vez se olvida un poco de lo que admira y se centra en su propio cine, que es lo que admiramos algunos.