Todo funciona fácil en Midnight in Paris (¿por qué no Medianoche en París?), de hecho también el esfuerzo de Woody Allen debió ser mínimo, fácil, rodado. Lo digo porque recurre a no pocos mecanismos de los ya muy entrenados a lo largo de su trayectoria.
También juega fácil con los trucos más habituales a la hora de aprovechar el hecho de tener en pantalla a conocidos personajes de la escena artística parisina de principios del XX, acompañados por un viajero en el tiempo llegado del XXI: Owen Wilson asiste a la creación de uno de los lienzos de Picasso, lo suficiente para luego sentar cátedra en un Museo presente; también está ahí para ofrecer a Buñuel la génesis de lo que luego será El ángel exterminador... En definitiva, gags fáciles, recursos muy a mano.
Es cierto que Allen no los desaprovecha, y con algunos obtiene momentos jugosos; no es menos cierto que se encuentra muy cómodo en terreno ya transitado y no necesita sobreesfuerzo. Ni lo necesita ni lo busca. A eso me refería.
Sus retratos (a veces caricaturas) aparecen cargados de clichés y nostalgia incurable -a pesar de la moraleja final-, su Hemingway funciona por la senda de la parodia, así como Dalí. Pero, de nuevo, funcionan. Con otros, uno frunce el ceño y piensa que es una pena que Allen no haya sacado más juego de ellos -Picasso, quizá Buñuel, algún otro.
Al final esa nostalgia teñida de deliciosa parodia (y la desvergonzada manera de acceder a ella de manera directa y literal) es lo que aporta un punto de diferencia a una película que, por detrás, es el Allen de siempre. Para lo bueno y para lo malo. Y no está nada mal. Divertida, sarcástica, (muy) enamorada de París y con una Carla Bruni más sosa y aburrida que un político enano.