Terry Gilliam vuelve al buen camino. La película se adapta completamente a su talento, con
unos espacios fantásticos imposibles, un derroche de locura entre lo grotesco y
lo preciso, y lo hace sin caer en la autoparodia ni en el aburrimiento del déjà
vu. El director es capaz de columpiarse al borde del abismo del surrealismo sin
que el argumento de la película pierda fuerza, sino, más bien al contrario, se
vea reforzado. Además, mezcla con maestría el mundo más real y actual con la
fantasía absoluta, una buena heredera de La
historia interminable. El primer plano es un buen resumen de ello, el carro
propio de otros tiempos, el edificio atemporal y el mendigo con un final en el
plano de detalle de un reloj de pulsera moderno.
Consigue una gran riqueza en el simbolismo, muchas veces
ambiguo, donde la separación entre virtudes y defectos, buenos y malos, está
desdibujada. Esto tiene dos aspectos positivos, el primero, la evidente virtud
ética que se encuentra detrás de un planteamiento más abierto, y el segundo,
que se vuelve menos previsible el transcurso de la trama.
Por lo que pasará esta película a la historia, claro está,
es por el bello homenaje a Heath Ledger.
El resultado, finalmente, es bastante más suave de lo que cabría esperar. Está
claro que las escenas que le faltaban al actor eran las de chroma únicamente.
La caracterización de Johnny Depp es
impecable, y no está nada mal la de Jude
Law. Quizá Colin Farrell chirríe
un poco. La experiencia, que sin duda es más extracinematográfica, es única y
emotiva.
En definitiva, una película que es todo un ejemplo de cómo debe
hacerse un film de fantasía sin caer en las trampas del género, y un retorno a
la calidad del extraño director.