David Fincher hizo una película sobre Facebook en la que este no tenía presencia, mientras que se hablaba de forma colateral del impacto social y del cambio en la comunicación -sin duda, una manera de que la obra no tuviera fecha de caducidad a corto plazo. Me da la sensación de que, con esta nueva película, el director quiere hablarnos de Twitter, aunque ni siquiera lo nombra. Y es que no me refiero a esa red de 140 caracteres, sino a las actitudes sociales que conlleva. Hay un momento de la película, después de una intervención televisiva, en el que los personajes preguntan por la reacción de la opinión pública, que a día de hoy es inmediata. No sabemos dónde lo consultan, pero todo apunta a Twitter.
Ya no hay intermediarios de opinión. No hacen falta medios profesionales para liderar la opinión de la gente. La voz de la calle se oye de forma directa y al instante. Y esto tiene sus aspectos buenos y sus aspectos malos. A Fincher, cómo no, le interesan los malos. Aquellos que destacan la volubilidad de una masa que dictamina con pocos detalles. Una gran masa (sí... enfurecida) con teclados y ratones, en lugar de tridentes y antorchas, que se dispara ante una intervención televisiva y que carece del tiempo de reflexión necesario para decidir reposadamente. La opinión al instante favorece el circo de la imagen, aparentar. Unido a una falta absoluta de intimidad, la vida de todos expuesta en la plaza pública.
Y cuando la vida de alguien está expuesta para todos, como en un reality, no queremos historias complejas, ambiguas, matizadas. Queremos un folletín, a poder ser morboso, donde las historias de amor son cursis y encorsetadas, y los villanos son malvados. Y a esto juega Fincher, desprendiéndose por primera vez de su exquisita y cuidada estética para utilizar recursos formales televisivos -que también están en el guión. Lo hace a dos niveles. Por un lado, hay algunos elementos de ficción dentro de la ficción, y aquí pisa el acelerador, con fundidos en negro baratísimos, con flashbacks kitsch que afianzan el culebrón para la masa que se está planteando dentro de la trama. Pero también en la película en general, con una trama rocambolesca y una desarrollo de la historia que juega a los seriales baratos o al telefilm. Es precisamente el tipo de contenido que interesa a ese espectador voluble que es manipulado por las emociones gruesas de los programas sensacionalistas. Ese componente de la masa gregaria que siempre ha preocupado a Fincher, quien nunca ha terminado de creer en la gente.
El problema, en mi opinión, es que Fincher es demasiado bueno, y aunque aquí se impone unas limitaciones, de sencillez en la planificación o en la fotografía, su genio termina prevaleciendo. La película empieza con un buen ejemplo de lo que se busca: los créditos. Es uno de los apartados que Fincher siempre cuida con más mimo. Hasta tal punto de llegar a encargárselo a otro artista. Sin embargo aquí usa una tipografía sencillísima sobre las imágenes de introducción. Es decir, emplea el recurso habitual de la televisión, en principio feo. Sin embargo, usa el montaje para crear una sensación incómoda de inquietud: usa una frecuencia excesivamente rápida y con un cambio constante de posición de las letras; alterna planos con una composición suficientemente diferente para que provoque desorientación. En definitiva, con unos recursos aparentemente televisivos, construye una pieza de valor artístico. Esto, en mi opinión, es el paradigma que busca en toda la película pero que no termina de estar equilibrado. Al final, termina luciéndose con la secuencia paralela de encontrar el diario y de la pista 3; o con la orgía de sangre en la cama; o con la belleza del plano del azúcar, que por su significado en el guión debería ser hortera y tonto. El problema no es solo que estos momentos estén fuera de lugar con el planteamiento, es que pisotean el valor del resto -y no solo hablo de los niveles de ficción dentro de la ficción, donde ya es exagerado. Además, evidencian aún más el pastiche de trama sobre el que está montado todo el artefacto. Fincher es demasiado bueno, pero aquí no se puede jugar a ser Mujeres desesperadas y Zodiac al mismo tiempo.
Mención aparte para la banda sonora, que supone el mayor ejemplo de lo que no funciona en la película. Por un lado, en los momentos de thriller, Trent Reznor y Atticus Ross nos demuestran lo que saben hacer; pero cuando tienen que ser vulgares, no saben hacerlo. No suenan simples, suenan a un artista complejo haciéndolo mal. El resultado es molesto y saca de la película, en lugar de ayudar a crear una imagen de mediocridad televisiva.
La película es atrevida a la hora de señalar la dictadura de lo políticamente correcto, como parte de esa imagen maniquea que requiere la opinión al minuto. En concreto, se centra en la sobreprotección feminista, lo que por otra parte no es de extrañar en un cineasta que casi siempre ha relegado a sus personajes femeninos a una posición de objeto o de manipulación, o se ha ensañado con ellas -con la excepción quizá de La habitación del pánico. El toque de atención a una cuestión polémica, siendo bien entendido, me interesa; sin entrar más en lo que puede haberlo motivado.
En definitiva, una película ambiciosa, en la que Fincher vuelve a hacer una lectura social de su tiempo, pero con una ejecución que no sabe controlar bien la dualidad entre sátira formal y aspiraciones estéticas. Con todo, prefiero a un Fincher arriesgando y desafinando; que al que se lucía con derroches visuales en una película tan plana como Millenium. Quizá no era una película para él. Pocos cineastas saben ser mediocres y brillantes al mismo tiempo. Tarantino, Verhoeven, Solondtz y algunos más. No es fácil.