El topo, finalmente, ofrece todo lo que realmente ofrecía: una dosis extra de elegancia, de viejo espionaje 'a la europea', una master class de interpretación de la mano de británicos ilustres del gremio, un avance pausado y sesudo de la trama, más una partida de ajedrez que un juego de supervivencia como tal, un gusto exquisito en lo narrativo y en lo puramente visual. De paso, eso sí, ofrece asimismo un inteligente empleo del flashback como elemento formal clave en el desarrollo de la trama y, algo que Alfredson ya hacía en Déjame entrar, escancia el metraje con uno y otro momentos de brillantez sublime, máxima.
Por detrás, la cinta es muy conscientemente distante, fría a ratos, cerebral siempre. Como decía, todo el juego de "cazar al topo" se reduce para Smiley (glorioso y flemático Gary Oldman) a una partida de ajedrez, en la que otrora fue una pieza más y que ahora debe retomar hasta su primer movimiento para ir analizando, desde fuera. Ésto, por supuesto, exige al espectador involucrarse en ese tipo de disfrute intelectual, o distante, si no queremos sonar tan petulantes, y olvidarnos de involucrarnos emocionalmente en la trama. Algo similar le ocurría, por ejemplo, a Valkiria -aunque allí por motivos distintos y muy muy evidentes.
Por lo mismo, no es tan relevante descubrir si el topo es el personaje de Colin Firth o cualquiera de los otros cabecillas del Circus. Realmente nos interesa conocer los minutos siguientes, y no sólo eso, sino el devenir final de otros de los agentes y protagonista liados en la madeja. Hasta tal punto la clave es cómo se desgrana la partida de ajedrez, y no en qué afecta el juego a cada pieza, cada figura, que finalmente ni siquiera se nos muestran los motivos que pudieron llevar al topo a cambiarse de bando: No sólo fue una elección moral, si no también estética, dice Colin Firth, y casi parece cachondearse. Él, Alfredson y sus guionistas.
Incluso la tensión y el suspense esperables en este tipo de películas nos son escamoteados por el director a menudo, de un modo parecido a cómo el terror no se mostraba del todo (hasta el momento cumbre) en Déjame entrar. A menudo, Alfredson insinúa para luego no sólo no mostrar, si no escondernos incluso los preliminares más cercanos. Salvo, por supuesto, en la espectacular introducción en Budapest, la operación fallida. Una gran escena que muestra un "cine de espías" más al uso, muy bien rodado. La apuesta de Alfredson para el resto de la película es otra, y le funciona, incluso con el tan anticlimático modo en que nos muestra el rostro del topo, sentado ante el arma de Smiley. La tensión está muy por debajo. Está. Pero como espectador incluso se te reta a buscarla.
En definitiva, se agradece que el realizador nórdico haya acudido a todas las herramientas del más vetusto y europeo cine de espías pero, siempre, para dar un pasito más allá y jugar a ser el profesor de ajedrez que nos explica cómo montar y desmontar la partida, mientras nos anima a no perder detalle.