No sólo es que hayan hecho con ellos lo que han querido.
No sólo es que Héctor, que aquí es un buenazo, todo un padrazo, un guerrero honorable y de respeto, fuera realmente bastante más hijoputa en el texto de Homero. No es sólo que aquí Paris sea poco más que un criajo guapín tonto y con suerte. No es sólo que aquí hayan convertido a Aquiles en una especie de Beckham de la Grecia clásica, un ídolo de masas bien peinado, que espera la batalla en su tienda con batas negras de encaje hechas a medida, al que la fama se le ha subido a su caprichosa cabeza. No, no es sólo eso.
No es sólo que hayan hecho con él, con Homero, lo que han querido. Muchos decían que olvidáramos La Iliada, que esta película se centraba en Troya obviando en gran medida lo que Homero cantara. Pero no (y los créditos finales lo reconocen), hasta la muerte de Héctor la película sigue como puede la línea dramática marcada por el texto homérico. Y sin embargo, han destrozado lo que les ha parecido: Briseida y Criseida se funden en una única Briselda, perdiendo fuerza las razones del enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón. Las referencias a los dioses desaparecen, y pierde así fuerza el sentido inmortal de Aquiles, y el enorme poder que podría haber logrado ese final, con ese talón mortal atravesado por la flecha de Paris...
No sólo es que las elecciones formales de Petersen sean, a menudo, fallidas. Zooms fuera de sitio, ralentís sin sentido... Y lo peor, su pauta de montaje en las batallas parece ser el caos. La cámara al hombro del día D de Spielberg impresionó a muchos, y entre a ellos a unos cuantos sin talento que creen que un mismo recurso le vale tanto a un Piccaso ante un Guernica como a un novato ante un retrato de su abuela.
Pero no es sólo eso. Todo eso. Ante todo es que, más allá de ese torpe resumen -o más bien, variación-, no hay un sólo minuto de esta Troya que logre emocionar. Este fuego de artificio es frío, helado, y su condición de témpano cinematográfico duele tanto más cuanto uno es consciente de que la duda de Aquiles, o el miedo y la vergüenza de Paris, o el dolor de Priamo, debieran haber conseguido hacernos dudar con ellos, temblar con ellos, sufrir con ellos.
Ningún personaje acaba teniendo el cuajo suficiente para emocionarnos. Al menos, el pobre Peter O'Toole, que ha tenido que lidiar con un Priamo sin poso, sin texto, sin fuerza por demérito del guión, consigue a pesar de eso ridiculizar a un Orlando Bloom que demuestra, cada día un poquito más, que solamente tiene talento para ser portada de SuperPop.