Stockholm comienza muy arriba, al son de dos excelentes temas de Edredón, una fiesta, una conversación entre veinteañeros de hoy en día. Augura una dirección que después no tomará la película. Desde el principio pretende escapar de estructuras preconcebidas. Poco después, el espectador ya puede clasificar la película dentro de la comedia romántica realista, algo en la línea de Antes del amanecer. A mitad de la película, no hay una gran sorpresa argumental, no hay una revelación asombrosa, y sin embargo, asistimos a un cambio total de género. Ambas partes están rodadas de un modo completamente distinto, desde la primera hasta la última elección formal. Una fotografía naturalista da paso a otra mucho más incisiva. La dirección artística, antes sometida al hiperrealismo de la noche madrileña, se vuelve expresionista, con una blancura desquiciante. Un sutil cambio en el vestuario y peluquería de la protagonista nos lleva del vérité al terror gótico. En definitiva, desembocamos en un thriller psicológico encubierto.
En la medida en que empezamos a aceptar
que el cambio de género es real y no un espejismo, podemos recordar
que ya en la primera parte ha habido amagos claros de llegar a él:
la escena en el 24h, el ascensor... Y mientras empezamos a comprender
en su totalidad los problemas mentales de ambos personajes (ambos,
porque, aunque en menor medida, él tampoco se libra), vemos que ya
estaban ahí desde el principio de la película y que ya los habíamos
intuido. Así que, sin cambios bruscos argumentales, no solo
asistimos a un cambio de género, tenemos también una redefinición
completa de dos personajes que ya estaban muy dibujados por largos
diálogos y que tiene incluso un carácter retroactivo. Podría
parecer que Antes del amanecer y Caché son
incompatibles pero aquí se mezclan con un punto de inflexión
asombrosamente suave, como si Haneke apareciera sigiloso y ofreciera
su fría caricia a una romántica historia cotidiana. El dulce
idealismo romántico se vuelve amargo y cínico -insisto, con
carácter retroactivo, y esa es la gran hazaña.
El doble juego también pone en
contraste dos actitudes: una habitual y consentida; otra inusual e
inaceptable. Pero ambas son dos caras de un tipo de secuestro -uno
psicológico y el otro físico- que producen en ambos casos sus
respectivos síndromes de Estocolmo. Sí, hasta el título es un
giro, no viene de su mención explícita en la primera conversación.
Este contraste, o si se quiere, esta reducción al absurdo, arroja un
nuevo punto de vista ético sobre el primer planteamiento. Eso sí,
el que el espectador quiera darle, la película solo se dedica a
remover y salpicar, no a juzgar ni responder.
Tiene algunas deficiencias,
especialmente en el muy descuidado apartado de sonido, y quizá los
dos protagonistas no resisten bien todo el envite de su sostenida
presencia. Alguna línea de diálogo resbala un poco. Pero por encima
de todo, el guión que firman Isabel Peña y el también
director Rodrigo Sorogoyen, es un experimento ambicioso,
atrevido, coherente y muy honesto. Actitudes necesarias en nuestro
cine. Son dos nombres a seguir.