Me lanzo a escribir esta postcrítica sin apenas tiempo para haber podido digerir todo ese "veneno" que The master destila con auténtica maestría. Durante la película tengo sensaciones que me son familiares y que me llevan a acordarme de Pozos de ambición, de echar la memoria cinco años atrás y por eso, antes de escribir esta postcrítica, me he leído la postcrítica de Pozos de ambición. Allí hablaba de una película que no es redonda y reconocía que postreros visionados me iluminarían la quinta estrella. Y así fue.
P.T. Anderson con Pozos de ambición giró el volante hacia un tipo de cine mucho más maduro, denso y complicado que el de sus películas anteriores. Su capacidad de dirigir, que siempre fue portentosa, pasó a convertirse en rotunda. No hacían falta planos secuencia pasando por piscinas. Como él comenta en esta entrevista, en Boogie nights "era muy joven cuando la hice, y sentía la necesidad de presumir y hacer saber a la gente todo lo que era capaz de hacer".
Afortunadamente, ese impulso juvenil ha dado paso a un cine en el que la cámara abandona un afán iconoclasta y se aposenta en los más firmes anclajes de la narrativa. La elección formal del uso de una cámara de 65 mm le impuso que no pudiese mover tanto la cámara, a pesar de que ya en Pozos de ambición no la movía con el mismo brío sino siendo más certero en cada movimiento.
The master, entre otras muchas cosas, nos cuenta la historia de Fred y su relación con Lancaster, de una extraña amistad, de dos personajes que se aman pero que se temen. Al igual que sucedía en Pozos de ambición, tenemos un personaje fuertemente perturbado como es el de Joaquin Phoenix que incluso llega a ensombrecer la grandísima interpretación de Daniel Day-Lewis en aquel film y de sus antagonistas. Aquí, Lancaster, magníficamente interpretado por un Phillip Seymour Hoffman con hechuras de Orson Welles.
Desde que se conocen, los dos personajes caminan juntos por diferentes caminos. Y así nos lo muestra en diferentes momentos P.T. Anderson como, por ejemplo, cuando van a la boda, después de conocerse, suben a la cubierta del barco, P.T. Anderson nos regala uno de sus planos de punto de fuga a lo Kubrick, en el que la pantalla viene a estar dividida en dos y cada uno de los personajes camina por un lado, sin cruzarse; de ahí a la ya más evidente escena en la cárcel, en los calabozos contiguos, en la que Joaquin Phoenix nos regala una interpretación a lo Patrick Dewaere; de igual manera lo hace en la magnífica conversación psicoanalítica de los párpados. P.T. Anderson apura su genio para montar capas y capas de información por medio de la puesta en escena, para contarnos esta historia de amor imposible entre dos personajes que se necesitan pero que se repudian.
De este germen, la película nos cuenta mucho más. Nos pinta las características de una sociedad, como la estadounidense de postguerra, que se había convertido en el caldo de cultivo perfecto para que charlatanes se hiciesen imprescindibles ante unas personas que necesitaban creer en algo o en alguien; nos cuenta las trazas psicológicas a nivel traumático que padece Fred por su tormentosa infancia (ojo que de esto va, en última instancia, Shame y aquí no es más que algo incidental); nos habla de una sociedad que enfoca con optimismo un futuro esperanzador y que está precediendo el despertar sexual de los 60 y 70; y nos habla de cómo Lancaster anhela la libertad de Fred, de cómo le ofrece permanecer junto a él para siempre, arrancándole lo más preciado que tiene: su libertad.
Al igual que en Pozos de ambición, P.T. Anderson nos habla de otra lucha entre antónimos que se complementan. Una vez más tenemos lo que empieza a convertirse una constante en su cine: relaciones tormentosas familiares (paterno-filiales) y cómo los personajes de sus películas buscan la espiritualidad en sus más variadas vertientes.
The master es una película soberbia de la que uno sale con poco que decir, con ganas de volverla a ver y con la que va descubriendo que lo que en esencia y apariencia es una narración deslavazada y en la que no queda muy claro qué nos quiere contar es una trampa de la que cuesta salir.
P.T. Anderson ha decidido proyectarse a lo más profundo de la Historia del Cine.