El cine con personajes homosexuales ha
ido variando su tono en la medida que la sociedad ha ido cambiando su
punto de vista. Al principio eran reivindicativas, dramáticas,
atrevidas. Después, fue normalizándose, y mantenían su apuesta por
la defensa de los derechos, pero desde un punto de vista más
moderado, más cercano al drama que a la protesta -pienso, por
ejemplo, en Brokeback Mountain. Ahora, con una mayoría social
-al menos la visible- que asume ya completamente la cuestión, queda
solo un aspecto reivindicativo: la normalidad. Y esa es la carta que
parece jugar El amor es extraño, que aunque parte de una premisa de
injusticia homófoba, busca la más absoluta normalidad en su
desarrollo, sin gritos, sin sobresaltos y sin ninguna particularidad
que no se dé en una pareja cualquiera. El problema es que de tanto
naturalizar, lo que nos cuenta se queda en la historia de una mudanza
y poco más. Un par de conflictos comprensibles por el acomodamiento
temporal de esta pareja que, por otra parte, tiene bastantes
soluciones intermedias a su disposición. Cuando los problemas del
espectador son más complicados que los de los personajes, algo
falla.
Ira Sachs aplica el tono correspondiente a la película. Música muy suave, ritmo relajado y un evidente desinterés por la resolución del conflicto. Muy por encima de todo eso está la normalidad y un ambiente agradable, donde las riñas son templadas y la simpatía y la buena voluntad solucionan todos los problemas. En definitiva, un estilo voluntariamente blanco, muy blanco.
Esta blancura se mezcla con cierto retrato algo caricaturesco y muy complaciente de la clase media alta de Nueva York, cuyo mayor problema es no poder visitar regularmente los museos de la ciudad. La mirada excesivamente amable no ayuda a poner en su lugar el caprichismo de una clase acomodada; recreándose, en su lugar, en su calidad de vida ocio-cultural.
Olvidable, inofensiva, tolerable.