La jaula de oro no tiene ninguna intención de agradarte. Te va a contar una historia seca, realista y sincera aunque tenga que prescindir de los recursos dramáticos habituales. No tiene ninguna intención de jugar con cualquiera de esos movimientos fáciles, o de enfatizar la tragedia de un modo melodramático, o sorprender con un giro maravilloso. La jaula de oro es una historia servida sin aditivos, como esa gallina asada en la hoguera que comen los chavales. Sin sal, sin aromas.
Al principio esta falta de sal hace difícil tragarla, es una de esas películas que se revaloriza con las horas. Se disfruta su dirección seca y poderosa, su textura sucia, su determinación, sus diálogos hiperrealistas; pero al mismo tiempo, resulta algo pesada porque no termina de ofrecer algo nuevo. Sin embargo, según avanza, atrapa con su honestidad, con su manera de hundir los barcos para que no haya regreso, con su sólida tragedia sin excusas. Avanza lenta pero imparable, como esos trenes enormes en mitad de la selva. Golpea con la brutalidad de la realidad sin emplearse en buscar la lágrima del espectador con dramatismos líricos. El director no quiere que llores y salgas contento de sentirte empático, quiere que veas la puta realidad de esta gente y te la lleves en el estómago.
Los chavales rebosan energía y
resultan muy creíbles. Consiguen unos nobles momentos de amistad
que, nuevamente, no está edulcorada de ninguna manera, ni falta que
hace. Diego Quemada-Díez, su director, que por cierto es
bugalés a pesar de lo que se pudiera pensar, se muestra como un
director a seguir. Hasta ahora había trabajado sobre todo como
operador de cámara y similar para películas americanas. Se le nota
la experiencia con un pulso muy firme a la hora de plantear planos
cargados de fuerza, como el primer traveling al hombro que sigue a
uno de los chavales por una calle estrecha. Lo que sorprende más, en
una ópera prima, es la convicción de mantenerse tan firme sin temor
al público. Veremos como evoluciona este director.