El director, Oren Moverman, se
empeña en escapar de los clichés del género policiaco, y se
empeña en hacerlo notar. Por un lado amaga con convenciones
habituales (el poli corrupto, la novata, asuntos internos...) y por
otro lado aprovecha una estructura muy propia de James Ellroy,
el autor del argumento, y especialista en el género, para después
desbaratarla convenientemente.
Diferentes personajes parecen conformar
una trama compleja, en la que hay una conspiración que sólo algunos
conocen. Sin embargo, según va avanzando, todo parece más una
fantasía del protagonista, o quizá no, quién sabe, pero no es el
tema principal. Digamos que el director abre decenas de puertas como
guiño al género para después, en cada uno de los casos, decidir
saltar por la ventana.
Es una huida arriesgada pero podría
ser perfectamente válida, incluso refrescante. Lo sería si esta
huida le llevara a alguna parte, pero no. Toma la misma opción que
en su anterior trabajo, The Messenger. Toma el camino de la
degradación humana, la noche, el alcohol, el vómito. Vemos el
descenso de un hombre hasta tocar fondo y llegar a un arrepentimiento
que ni siquiera le es tenido en cuenta. Un camino que
desgraciadamente no aporta demasiado, que pronto se vuelve tedioso y
reiterativo y que desaprovecha enormemente los interesantes
secundarios (al actor y al personaje).
Y es una pena, porque el trabajo de
dirección es notable, un noir muy moderno con algunos recursos
excelentes. Recuerdo ahora la escena del flamenco con un zoom in al
ojo de Robin Wright o una conversación a tres bandas rodada
con un travelling circular discontinuo. En general, un ambiente sucio, agobiante, muy denso, bien logrado. Además, un Woody
Harrelson enorme con una presencia que llena cada plano. Está
bien que el director quiera huir del cliché, pero es necesario que,
a cambio, nos lleve a alguna parte.