Shinya Tsukamoto vuelve
a lo que mejor sabe hacer, y podríamos reducir ese concepto a la saga de Tetsuo, pero, por enunciarlo de forma
algo más general, se podría decir que a ese espectáculo audiovisual, cercano al
videoarte, que deja atrás la trama para centrarse en transmitir su mensaje
mediante las percepciones.
La introducción es aplastante, salvaje, llegando a la cumbre de la
película quizá ya demasiado pronto, con esos créditos de rabia y odio. Pero
después, no decae demasiado, volviendo a su conocida poesía tecnológica, sudor
de aceite, mucho metal y una banda sonora impecablemente poderosa. Se le podrían achacar dos puntos en contra, el primero
lo esgrimirían los espectadores más contrarios a lo que muchas veces se viene a
definir como la estética de videoclip. Tsukamoto juega con la estética de un
modo extremo y desbordado, pero esto no tiene por qué ser un punto en contra,
siempre que su planteamiento funcione, y aquí, el poder furibundo de sus
imágenes y la portentosa banda sonora penetran en el espectador.
La segunda crítica que se le puede hacer es el
estancamiento. Si hace veinte años ya consiguió una verdadera joya en este
sentido, ¿qué aporta esta tercera parte, que en cuanto a planteamiento
intelectual no parece añadir nada más? Quizá esta película no es tan redonda como
aquella, pero el virtuosismo de su montaje frenético y esta renovada estética digital, de
tonos apagados, está a la altura de aquel blanco y negro granulado de entonces. La cámara no para, parece caótica y a la vez perfectamente milimetrada. Verdadero talento.
En definitiva, un disfrute (a la vez que desagrado) para
los sentidos, que podría exponerse tranquilamente en una sala del Guggenheim (el de
Nueva York, claro). Puro lenguaje audiovisual empapado de moderno surrealismo.