Se podrían destacar muchos de
los aspectos más convencionales de Anna Karenina. Podríamos hablar
de los complejos y ricos personajes de Tolstoi, repletos de matices,
de contradicciones naturales, muy alejados de los estereotipos. Sin
buenos ni malos: acciones humanas afectadas por las emociones, por
las convenciones sociales y por tantos otros elementos, todo un
retrato psicológico bien afinado. Hablaríamos de la sofisticada
disección de la sociedad de la época, cargada de frases certeras a
un ritmo que no menosprecia la inteligencia del espectador. Podemos
hablar de las interesantes interpretaciones, Jude Law comedido
y de magnética presencia; Keira Knightley, de la delicadeza a
la pasión; Aaron Taylor-Johnson, ese actor camaleónico, que
aquí empieza con un detestable Vronsky que por sus actos y por la
intensidad de su mirada va ganándose el puesto de amante dedicado.
El vestuario de Oscar, la impecable fotografía y la interesante
banda sonora de Dario Marianelli.
Podríamos hablar de todo eso, pero es
evidente que el inquieto director, Joe Wright, lo deja en un
segundo plano. Simplemente lo usa como arma para ofrecer una
propuesta extremadamente virtuosa que reflexiona sobre la puesta en
escena, y sobre la esencia del drama. La obra viene de perlas para
plasmar estas cuestiones, pero bien podría haber sido otra. Es
cierto que debido a este segundo plano, cuando, en la recta final,
este planteamiento se frena, la película resulta menos interesante.
Poco importa, pues el placer sensorial que produce la primera mitad,
ya justifica la apuesta de sobra.
Sabíamos que Wright era muy capaz de
convertir su cine en una danza ambiciosa. Lo vimos en la grácil
secuencia del baile de Orgullo y prejuicio, lo volvimos a
descubrir en el impresionante plano secuencia de Expiación y
supimos también que no le hacía ascos a la música más moderna con
la frenética secuencia de escape de Hanna al ritmo de The Chemical Brithers. Aquí, toda la
primera parte de la película está en movimiento, en una especie de
musical en el que nadie canta, pero todos y todo baila. Obviamente,
llevado al extremo cuando ya tenemos un baile de verdad, quizá lo
mejor de la película.
Una suave continuidad que dinamita
cualquier convención acerca de la distribución de escenas. Al
buscar un formato tan artificial como el del teatro y señalar los
escenarios de la película como tales, se permite evolucionar de una
escena a otra sin corte ninguno. A veces, con un pequeño juego de
montaje y fotografía: antes de mostrarnos al personaje de Jude Law
en el teatro, nos anticipa el cambio de ambiente con el contraplano
de Karenina abriendo la puerta pero con una fotografía que nos
delata las lámparas del escenario. Limpiamente, con un pie en cada
escenario, camina a lo largo de largas secuencias con diferentes
escenas sin que haya una separación. Se centra en el teatro y
convierte la mayor desventaja de esta disciplina, su rigidez
espacial, en la mayor virtud de la película, su fluidez.
Por supuesto, hace trampas. Echa abajo
la cuarta pared y arrolla todos los espacios del teatro, las butacas,
los palcos. Los usa dentro de la trama como escenario natural y los
aplica también como contraste, terminando en un plano imposible de
exteriores que desborda el escenario. Pero sobre todo, juega a
señalar el drama, reserva algunos de los momentos más teatrales de
los personajes para que los reciten sobre el escenario.
Reivindica esa teatralidad en las emociones y la verdad alejada del
realismo. Es por ello que una obra clásica de estas características
le sirve bien.
Pero quizá, lo más impactante es su
juego con la técnica, especialmente con el sonido. Como convierte un
tren de juguete en algo real, pesado y poderoso, con un cambio de
luz, con el sonido y con una nueva posición del objeto. Como
inquieta, emociona, duele o asombra con el simple uso del sonido.
Cómo mezcla con la banda sonora los ruidos, de la misma manera en
que ya lo hacía con la máquina de escribir en Expiación.
Wright recuerda a Saura por su escenificación artificiosa, pero con
muchos más matices y talento (también presupuesto, claro). Recuerda
a Bazz Luhrmann por su explosión barroca, pero con una sutileza,
precisión y delicadeza que el otro no tiene. Consigue encuadres
brillantes y muy emocionales, y rueda la pasión entre los amantes,
de una manera deliciosamente dulce, con besos húmedos y con la
tensión de la piel casi palpable. Se enamora del cuello de Knightley
como ya lo hizo en Orgullo y prejuicio y, por supuesto, lo
transmite.
Es una pena que la película no sea
redonda, precisamente porque esta apuesta arriesgada no se quiere
llevar hasta el final, y termina quedando algo descafeinada y a veces
tramposa por no ser fiel a sí misma. Por lo demás, contiene
momentos memorables, de aplauso, que quedan ya entre lo mejor que
veremos este año. Confiemos en que Wright siga arriesgando.