Crítica de la película Anna Karenina por Iñaki Ortiz

La cuarta pared


4/5
20/03/2013

Crítica de Anna Karenina
por Iñaki Ortiz



Carátula de la película Se podrían destacar muchos de los aspectos más convencionales de Anna Karenina. Podríamos hablar de los complejos y ricos personajes de Tolstoi, repletos de matices, de contradicciones naturales, muy alejados de los estereotipos. Sin buenos ni malos: acciones humanas afectadas por las emociones, por las convenciones sociales y por tantos otros elementos, todo un retrato psicológico bien afinado. Hablaríamos de la sofisticada disección de la sociedad de la época, cargada de frases certeras a un ritmo que no menosprecia la inteligencia del espectador. Podemos hablar de las interesantes interpretaciones, Jude Law comedido y de magnética presencia; Keira Knightley, de la delicadeza a la pasión; Aaron Taylor-Johnson, ese actor camaleónico, que aquí empieza con un detestable Vronsky que por sus actos y por la intensidad de su mirada va ganándose el puesto de amante dedicado. El vestuario de Oscar, la impecable fotografía y la interesante banda sonora de Dario Marianelli.

Podríamos hablar de todo eso, pero es evidente que el inquieto director, Joe Wright, lo deja en un segundo plano. Simplemente lo usa como arma para ofrecer una propuesta extremadamente virtuosa que reflexiona sobre la puesta en escena, y sobre la esencia del drama. La obra viene de perlas para plasmar estas cuestiones, pero bien podría haber sido otra. Es cierto que debido a este segundo plano, cuando, en la recta final, este planteamiento se frena, la película resulta menos interesante. Poco importa, pues el placer sensorial que produce la primera mitad, ya justifica la apuesta de sobra.

Sabíamos que Wright era muy capaz de convertir su cine en una danza ambiciosa. Lo vimos en la grácil secuencia del baile de Orgullo y prejuicio, lo volvimos a descubrir en el impresionante plano secuencia de Expiación y supimos también que no le hacía ascos a la música más moderna con la frenética secuencia de escape de Hanna al ritmo de The Chemical Brithers. Aquí, toda la primera parte de la película está en movimiento, en una especie de musical en el que nadie canta, pero todos y todo baila. Obviamente, llevado al extremo cuando ya tenemos un baile de verdad, quizá lo mejor de la película.

Una suave continuidad que dinamita cualquier convención acerca de la distribución de escenas. Al buscar un formato tan artificial como el del teatro y señalar los escenarios de la película como tales, se permite evolucionar de una escena a otra sin corte ninguno. A veces, con un pequeño juego de montaje y fotografía: antes de mostrarnos al personaje de Jude Law en el teatro, nos anticipa el cambio de ambiente con el contraplano de Karenina abriendo la puerta pero con una fotografía que nos delata las lámparas del escenario. Limpiamente, con un pie en cada escenario, camina a lo largo de largas secuencias con diferentes escenas sin que haya una separación. Se centra en el teatro y convierte la mayor desventaja de esta disciplina, su rigidez espacial, en la mayor virtud de la película, su fluidez.

Por supuesto, hace trampas. Echa abajo la cuarta pared y arrolla todos los espacios del teatro, las butacas, los palcos. Los usa dentro de la trama como escenario natural y los aplica también como contraste, terminando en un plano imposible de exteriores que desborda el escenario. Pero sobre todo, juega a señalar el drama, reserva algunos de los momentos más teatrales de los personajes para que los reciten sobre el escenario. Reivindica esa teatralidad en las emociones y la verdad alejada del realismo. Es por ello que una obra clásica de estas características le sirve bien.

Pero quizá, lo más impactante es su juego con la técnica, especialmente con el sonido. Como convierte un tren de juguete en algo real, pesado y poderoso, con un cambio de luz, con el sonido y con una nueva posición del objeto. Como inquieta, emociona, duele o asombra con el simple uso del sonido. Cómo mezcla con la banda sonora los ruidos, de la misma manera en que ya lo hacía con la máquina de escribir en Expiación. Wright recuerda a Saura por su escenificación artificiosa, pero con muchos más matices y talento (también presupuesto, claro). Recuerda a Bazz Luhrmann por su explosión barroca, pero con una sutileza, precisión y delicadeza que el otro no tiene. Consigue encuadres brillantes y muy emocionales, y rueda la pasión entre los amantes, de una manera deliciosamente dulce, con besos húmedos y con la tensión de la piel casi palpable. Se enamora del cuello de Knightley como ya lo hizo en Orgullo y prejuicio y, por supuesto, lo transmite.

Es una pena que la película no sea redonda, precisamente porque esta apuesta arriesgada no se quiere llevar hasta el final, y termina quedando algo descafeinada y a veces tramposa por no ser fiel a sí misma. Por lo demás, contiene momentos memorables, de aplauso, que quedan ya entre lo mejor que veremos este año. Confiemos en que Wright siga arriesgando.



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