Malavita funciona porque sabe cuál es su lugar. Un divertimento ligerísimo, una comedia disparatada sin complejos. Un tono que ya conocíamos del irregular Luc Besson, que no tiene miedo en pintar con la brocha más gorda para asegurarse de que no queda un rastro de aburrimiento en todo el metraje. Dibuja una especie de familia Adams, sin fantasía, pero con la misma mala leche. Una comedia negra inofensiva, con violencia extrema, pero en tono amable, la del cómic, la de los dibujos de la Warner (llevado al extremo con la dinamita y el despertador).
Capitanea un Robert De Niro con
carta blanca para hacer lo que mejor sabe: autoparodiarse. Se
redondea la autoreferencia con una referencia metacinéfila, en uno
de los mejores momentos de la película. Michelle Pfeiffer se
mantiene en forma, derrochando carisma y energía. Tommy Lee Jones hace uso de su cara tallada en madera, para conseguir uno de sus
buenos personajes cómicos de gesto serio. Los chavales también
funcionan.
Una comedia divertida, sin
pretensiones, que tampoco deja demasiado en la memoria al terminar,
pero que nos hace pasar casi dos horas -que no es poco para una
comedia tan ligera- con una sonrisa. Le perdonamos los tópicos más
manidos, porque después va un paso más allá, hasta la caricatura,
como esos mafiosos de carnaval o esos adolescentes de acné
imposible.