Cuarón nos presenta una excelente película como un tapiz de emoción y fuerza, de fe y esperanza a la vez que locura agónica. Con un mundo no demasiado detallista pero suficiente para meternos en las entrañas de una sociedad que ya ni existe, los pequeños personajes, que se hacen grande a medida que el espectáculo avanza, sirven para eso mismo que se debe hacer, mostrar el lado humano más humano.
En una primera hora que abre las fauces del sentimiento, que traza lo necesario para introducir de forma dura al espectador en la pura realidad, se nos ofrece la excusa para librarnos de esos días teniendo ahora los nuestros, tan distintos, pero como espejos, al igual que el proyecto humano.
Después, desatada, agónica, frustrante, se encarga de desesperarnos detrás de una cámara que no es fortuita sino testigo, un elemento más que canaliza la esperanza de una vida que se puede perder de manera muy frágil.
El canto a la fe, a la esperanza, y a los instintos que la última niña provoca, son el centro de un mensaje que paraliza el incesante caer de disparos perversos al son de una nana caliente y tierna que trata de escapar de la inmundicia y la falta de ternura.
El cuento que ofrece Cuarón, con una simbología que tan sólo historias bíblicas podrían concebir, es una emocionante cascada de verdades como puños, de sentires perdidos que conciencian a golpe de futuro incierto, que se nos acerca acariciando con garras de hombre perdido. Un genial retrato de cuanto podemos ser tanto para lo bueno como para lo malo. Un acierto de film que será recordado, o eso espero, o esa fe quiero tener.