No me ha convencido este último Trueba que ha cosechado, todo hay que decirlo, un sonoro aplauso en el Zinemaldi, en su pase en el Cubo 1 del Kursaal y con la plana mayor de la película presentes y sonrientes.
No me convence, y permitidme ir al grano, porque veo a Trueba más interesado en retratar él mismo la desnudez de la modelo (Aida Folch) que en mostrar cómo el artista (Rochefort) lo hace. Así de claro. De hecho, tengo la sensación de que hasta bien entrada la película no empieza a centrarse en el personaje del artista, más preocupado por ella y sus primeras horas en casa ajena.
Veo la relación entre ambos, la contemplo. Y asisto a los procesos del arte, desde las bocetos pintados hasta que se trabaja sobre el bloque definitivo. Pero no hay aquí reflexión alguna sobre el arte, ni mucho menos sobre el por qué del arte de este viejo hombre; ni el por qué, ni el cómo.
Al fin tenemos la clásica historia de viejo embelesado por la belleza de la joven desnuda, la relación cada vez más estrecha, la entrega de ella, y ese final de emotividad abierta entre ambos. Pero ocurre que una vez en ese desenlace, las lágrimas de ella y la decisión de él me han resultado excesivas, seguramente porque hasta entonces no he conseguido creerme del todo su creciente conexión.
Por lo demás, sí, Trueba filma tranquilo y el blanco y negro le sienta bien a la película. También la ambientación histórica, que podría haber sido una carga molesta -solo lo es en la tonta escena del cura con los niños-. Y la película no termina de aburrir, después de todo.