Paul Thomas Anderson demuestra una vez más que es uno de los creadores con más talento de la actualidad. Quizá esta sea su película en la que mejor se puede hablar de Arte, aunque no necesariamente sea la mejor. En todo caso, y por encima de lo que escriba yo en este texto, sospecho que es una obra para revisionar, y dejarla reposar, incuso un par de años, antes de hacerse una opinión muy clara. O quizá no, quien sabe.
Ante todo, me llama la atención la espeluznante capacidad narrativa de este autor. Me veo atento a cada palabra, cada gesto de escenas que muchas veces no tienen un hilo conductor muy marcado, me veo afrontando las primeras escenas que son completamente mudas, sin perder un ápice de interés. En ningún momento elige, de entre sus opciones, el camino fácil. No se arruga ante ninguna fórmula de éxito. Escribe su propia historia, con sus propios recursos y sus objetivos. Es difícil encontrar referentes. No se apoya en los aspectos que habitualmente sirven de interés para atrapar al espectador, ni en cuestión de argumento ni desarrollo, y esto, hoy en día, lo hacen con éxito sólo él, Wes Anderson y Charlie Kaufman. Dos horas y media que se me pasan volando, y me quedo con ganas de más.
Pero además, es una película voluntariamente ambigua, que no deja de introducir elementos dudosos. Como los hermanos gemelos que, al final de la película, uno sigue dudando si realmente son uno o dos, o ambas cosas. O como el falso hermano del protagonista, ese personaje que no se dirige a nadie más que a él, y que tiene ese tono de fantasma del pasado que se reafirma en las escenas de la playa, donde vemos el plano en el que ambos entran en el agua de la misma manera en planos seguidos, y se mantienen siempre en diferentes planos hasta aparecer en la misma postura, uno de ellos al sol y el otro completamente a la sombra. Uno se plantea dónde acaban los límites entre la metáfora y la realidad en esta película tan onírica.
De igual manera, vemos esa escena final, con un predicador por el que no parecen haber pasado los años. Todo comienza con el protagonista exageradamente dormido, y se suceden situaciones tan oníricas como el ataque con bolas de bolos o el remate con el propio bolo, además de todo el tono grotesco. El recuerdo de un hombre que le obligó a humillarse en público sin duda azotaba la mente de ese competidor implacable y esta secuencia la vemos después de la dolorosa ruptura con un hijo al que tan mal ha sabido amar. ¿Ha sido un sueño? Desde luego, yo no diría eso.
Me gusta. Como me gusta la tensión del primer surgimiento de petróleo, ese líquido negro que surge de las profundidades de la tierra, o quizá desde el mismísimo infierno a modo de tentadora invitación a la corrupción, como el protagonista que a veces parece ser reflejo del propio Satán. A todo esto yo le llamo Arte. Y no sería posible sin esa fabulosa música de Johnny Greenwood que se te mete en las tripas y te atrapa tan fuerte que no puedes huir de la película. Tampoco sería posible sin la violencia de un increíble Daniel Day-Lewis que, si acaso, en la última escena, está algo exagerado pero creo yo que a conciencia dentro del citado tono grotesco. Por lo demás su interpretación es sobrecogedora, digna de uno de los grandes, de un Pacino o un Nicholson. Qué digo, digna de un Day-Lewis. Paul Dano está también estupendo, cuidado con esta promesa.
Por último, hablar de esa estupenda ambientación de principios de siglo, tanto por las referencias explícitas e implícitas a un tiempo de cambios sociales, como por esa impecable fotografía, dirección artística y vestuario. En algunos momentos, me parece ver una película muda de la época a la que se le ha añadido después una intensa banda sonora. A todos los niveles, redonda.
Muy bien. Quiero volver a verla.