Creo que no le hacemos el caso debido a Peter Strickland. Es cierto que la crítica ha alabado sus tres películas. La primera, Katalin Varga, tuvo reconocimiento en varios festivales. La siguiente, Berberian Sound Studio, además de volver a triunfar en festivales y arrasar en los British Independent Film Arwards, fue situada entre las mejores del año por Sight & Sound -al igual que la que ahora nos ocupa, en 2014. Pero Strickland sigue sin ser un nombre que golpee con fuerza en las discusiones cinéfilas, y debería. El director consigue crear universos propios, filmados con una destreza exquisita, moviéndose con libertad por sus propios caminos. The Duke of Burgundy es una película que bebe del cine, un homenaje al cine erótico europeo de los 70, que asume sus normas estéticas, pero al mismo tiempo es una obra con personalidad propia movida por decisiones atrevidas.
La banda sonora barroca y sensual, los tonos suaves de la naturaleza, el vestuario atemporal y la herencia victoriana gótica en la dirección artística. Un homenaje que recuerda al que hacía Lars von Trier en uno de los pasajes Nymphomaniac (aquel en el que Joe trabaja en la oficina). Además del cine más puramente softcore, como Historia de O, o Emmanuelle, podemos encontrar referencias a cineastas de renombre. Es fácil ver la mano de Buñuel, más aún cuando una de las chicas se hace llamar Viridana (viene a cuento de la trama porque es el nombre de un lepidóptero, pero es difícil que sea casual el enorme parecido con Viridiana). El mismo director revela sus influencias en este artículo del BFI. De Buñuel señala, como cabía esperar, Belle de Jour. También el mismísimo Jess Franco, o Fassbinder. El homenaje a este tipo de cine roza la parodia en ocasiones, cuando emerge el pudor sofisticado que evita mostrar ciertas escenas que ni siquiera serían de sexo explícito, simplemente por resultar menos elegante (la tortura del agua que solo escuchamos, los juegos bajo las sábanas). El aspecto victoriano no se centra solo en la ornamentación, sino en un diseño de sociedad en la que las prácticas sexuales se plantean en la perversión de la intimidad hogareña.
El contexto social, sin embargo, tiene un doble juego, propio de la fantasía de una obra erótica. Si bien tenemos perversión de interior, el autor eleva su particular juego de dominación al resto de la sociedad. La mujer que se dedica a fabricar juguetes sexuales desvela sin complejos la identidad de una vecina consumidora. O la curiosa forma de infidelidad fetichista que deja claro que la práctica de la dominación está extendida de manera natural. Hay otro elemento de ficción de contexto: todos los personajes son mujeres. No hay ni un solo hombre, ni siquiera como extra -comprobaréis que el tal duque de Borgoña no existe, en realidad es el nombre de un tipo de mariposa. Se ve claramente entre el público de las conferencias, donde por cierto, lo que sí que hay son algunos maniquíes femeninos, perversión habitual en el cine, que también nos lleva al cine español de la época: No es bueno que el hombre esté solo de Pedro Olea y Tamaño natural de Berlanga. El hecho de que sea un universo en el que solo hay mujeres resta importancia a la cuestión lésbica, que pasa a ser la única relación posible, y por tanto, no tiene ningún efecto social; responde solo a una fantasía erótica.
Pero The Duke of Burgundy va mucho más allá de la fantasía sexual; de hecho, le da la vuelta. Detrás de la fantasía está la rutina, están los pequeños accidentes cotidianos, está la realidad que nunca funciona tan bien. Un mosquito o un buen dolor de espalda no es algo que uno incluya en sus planes. Muestra, con humor, aunque sin perder nunca su elegancia, la desmitificación de la fantasía. Explica cómo la reiteración, la programación excesiva y la situación personal, terminan por minar una relación de dominación tan intensiva. También destaca pronto una de las paradojas del juego de roles, que habitualmente, es el sumiso quien en el fondo, domina la situación.
Detrás de todo este juego fetichista, se esconde la historia de cualquier pareja que pasa por un bache a causa de la rutina. Dos concepciones distintas del deseo, dos velocidades que empiezan a sentir un desfase. Una apoyada firmemente en una fantasía sexual que no deja de ser un juego de ficción; mientras la otra necesita un enlace más real, de entrega real, más allá del juego. El hastío de hacer un papel en el que ya no se siente cómoda. El juego por obligación. La rutina del deseo. La cara de Sidse Babett Knudsen es un poema que expresa con nitidez su estado de ánimo y los problemas de la pareja. Strickland muestra todo ello siguiendo las normas que ha planteado desde el principio. Por ejemplo, la infidelidad es representada por lustrar las botas y por recibir la humillación verbal de otra. Este acto, dentro de este contexto, es equiparable a tener sexo con otra persona. En realidad, da igual, sirve, como la infidelidad convencional, para que la otra parte se agarre a algo para señalar las carencias en la propia pareja.
Strickland no llega a los niveles atmosféricos de su anterior trabajo, Berberian Sound Studio, pero a cambio nos ofrece una historia menos abstracta. Consigue momentos formalmente muy intensos, como el aleteo brutal de las mariposas, y, en general, toda la película tiene una estética muy cuidada que nos transmite las sensaciones, sensuales y de otro tipo, con una delicadeza exquisita.