Es raro que Hirokazu Kore-eda hable de una sola cosa, o mejor dicho, que aborde un tema sin establecer varias lecturas. Esta no es una excepción. La película reflexiona sobre la paternidad, sobre ser un buen padre, sobre qué es ser padre. Sobre la importancia de la genética en comparación con la educación y el afecto. Qué define la relación entre un padre y su hijo. Sobre los errores, que también se heredan. Pero también habla sobre diferencia de clases, sobre filosofía de vida, sobre el posicionamiento habitual de los japoneses hacia la competitividad y el trabajo.
Habla de todo eso, y seguramente de
más, y lo hace con una sensibilidad exquisita que golpea con la
pregunta de un niño, con la mirada culpable de un padre, con el
dolor de una madre. Plantea un problema a sabiendas de que es
irresoluble, al menos no de un modo plenamente satisfactorio, y
obliga a todos sus personajes a andar todo el camino necesario para
que lleguen a esa conclusión: todas las soluciones son malas.
La película se sustenta así,
especialmente, sobre el viaje del protagonista, Masaharu Fukuyama,
que además de ser una estrella de la música en Japón ha demostrado
ser un excelente intérprete, con una contenida expresividad, capaz
de derrumbarse mientras sigue en pie. Aunque lo cierto es que todo el
reparto está estupendo, incluyendo por supuesto a los críos, como
ya es costumbre con este director.
Esta película está a medio camino
entre el ritmo de Kiseki y Still Walking, con la
temática más cercana a la primera y un tratamiento más en la línea
de la segunda. Con la capacidad de emocionar desde la sensibilidad
sin caer en el drama brudo o la cursilería. Deja un poso de tristeza
que tarda un rato en desaparecer. Un excelente drama, un acertado
retrato social y una reflexión con más preguntas qué respuestas
sobre el concepto de la paternidad.