Me llama la atención, en el cine de Fabrice Du Welz, como la sobriedad y calma deja paso a muy contados momentos de delirio que parecen pertenecer a otra película. En este caso, cierto número musical (delicioso) y alguna hoguera tribal, que se abren paso entre una estética y tono propios del drama marginal del cine independiente. Una forma que aporta una solidez que es reventada puntualmente por estas decisiones puntuales.
Las historias de parejas de criminales siempre dan juego, y esta, en su estructura, es similar a muchas otras que hemos visto antes. Donde sale ganando es en su bien representada obsesión. Ayuda una Lola Dueñas especialmente entregada, con un personaje extremo, desbordante, pasional en el peor sentido de la palabra. El oscuro, débil y siniestro Laurent Lucas carga ese ambiente enfermo y retorcido. El director nos presenta una sociedad decadente, sucia, cerrada. Como sucia es la textura granulada y como cerrados son los planos que apenas nos dan perspectiva. Este ambiente viciado es sin duda la gran baza de la película, y parece ser uno de los puntos fuertes del cine belga. Gente gris, con vidas apagadas, carentes de atractivo -de ningún tipo- que son presas de cualquier muestra de cariño. La sordidez no solo aparece en una húmeda escena con una anciana, también la tenemos cuando en una cita a ciegas, ella afirma sin pudor que limpia cadáveres y él, sin darle importancia, continúa una aburrida disertación sobre calzado.
Quizá la película se alarga un poco y cae en cierta reiteración, pero a pesar de que a grandes rasgos maneje una trama más o menos conocida, se permite cerrar la película con un final atípico, basado en cuestiones implícitas.
Una película sobre necesidades desesperaadas, locura y debilidad. Entre los directores belgas y los austríacos, a uno se le quitan las ganas de visitar sus respectivos países, o, en concreto, conocer a sus gentes. Espero que no huela tanto a cerrado en sus casas como sugieren algunas de las películas recientes.