Me permito titular esta postcrítica tomando prestada una frase de Antonio Muñoz Molina, extraída de su artículo Volviendo a John Le Carré, publicado en El país el último día del año, al día siguiente de ver yo El topo y que me han hecho descubrir ayer mismo. Vaya por delante que El topo me parece, junto a El cisne negro, lo mejor que he visto en las pantallas este año, un año que, toda la verdad sea dicha, no ha sido muy pródigo por lo que a mí respecta en la visita a la butaca.
Me sorprende notablemente que haya quien considere que esta película es lenta, muy lenta, aburrida y demás paramales con los que se ha obsequiado al film, cuando a mí me ha parecido todo un prodigio de narrativa y de cómo atornillar a un espectador a la butaca, todo un ejemplo de ese cine de espías, entiendo que viejo para muchos, poblado por personajes reales y de carne y hueso y no por héroes, no al menos por ese tipo de héroes que el cine cogió de la mitología griega para esculpirlos a la imagen y semejanza el celuloide como reflejo de ese espectador que sólo contempla esas dos horas de luces apagadas como una huida adelante de todo lo que le represente realidad.
El film arranca con una secuencia, en Hungría, portentosa, en la que uno no cae en esa falsa impresión de escenón que, por ejemplo, muchas veces nos regalaba Brian De Palma. Tomas Alfredson, como ya demostrara en Déjame entrar, es un director que está muy seguro de lo que tiene entre manos, de que ello es bueno, y se toma su tiempo, no descuida ningún detalle y, sobre todo, sabe que lo principal y primordial de una historia vampírica o de espías como ésta es la ambientación, desplegar la paleta de las emociones, describir a los jugadores de ajedrez y a las piezas, verles sufrir, sudar, temblar, llorar, equivocarse.
Tal y como comentaba mi compañero Rómulo, efectivamente esta película es una partida de ajedrez y, como suele suceder en la mayor parte de las partidas de ajedrez, ésta no termina con el jaque mate al adversario. La mayor parte de las veces el rival abandona antes de que ello suceda. Ese concepto lo traslada magníficamente bien Alfredson a la trama. Una vez que Smiley descubre quién es el topo no hace falta esa escena en la que él entre con la pistola en la mano. Nos lo sabemos y no nos aporta nada. El clímax de ese momento ya nos lo ha ido suministrando Alfredson durante todo el film con esos milimétricos flashbacks, con esa verdad que le confiesa el topo a Smiley sobre lo que Karla había pensado y acertado. Si el topo se liaba con la mujer de Smiley sería más difícil para él, un hombre recto, dejar que los árboles le dejasen ver el bosque, como así sucedió. Como así nos lo transmite el propio Alfredson que decide presentarse en los títulos de crédito sobre un plano en el que Smiley observa el cuadro que luego descubriremos se lo dio su amigo, su rival, su presa.
Escenas como la del robo de información dentro del Circo, como en la que Smiley lleva a uno de los sospechosos al aeropuerto para sonsacarle la información, como en la que Smiley relata su encuentro con Karla o como en la que nos describe la metodología de Smiley cuando va en un coche y no pierde la calma para bajar la ventanilla y dejar que se escape o como ese cierre musical con Julio Iglesias. Una impecable dirección de actores, labor de los mismos, fotografía, sin abusar de esa fotografía tan molesta que tenía Munich, del montaje, de la banda sonora de Alberto Iglesias y del enorme talento de ese director a seguir y seguir que es Tomas Alfredson.