La primera virtud de una película como Brick Lane salta a la vista desde la primera escena. Cuando Sarah Gavron se propone adaptar a la gran pantalla la famosa novela de Monica Ali, Siete mares, trece ríos, lo cierto es que no se limita a convertir en imágenes en movimiento el texto original, sino que lo dota de una personalidad propia que hace referencia al mejor cine de autor. Eso sí, antes de que quienes desconozcan el libro incurran en un error, hay que advertidles de que el país del que deriva el trasfondo étnico del film es Bangladesh, una zona geográfica que los no iniciados en la materia a duras penas podrán diferenciar de La India, aunque lo cierto sea que cuenta con una personalidad y cultura propias.
La película empieza con fuerza, con esos destellos de luz y color en medio de una exótica Bangladesh, amplificados notablemente por esa música de aires orientales. Allí asistimos a la breve crónica de la separación de dos hermanas. Pronto nos desplazamos hacia unas localizaciones bastante más grises, las de los suburbios del este de Londres, barrios interminables donde se hacinan familias de inmigrantes en bloques de carácter fotocopiado. Son verdaderos guetos en una de las capitales más prósperas del mundo, una situación que podemos encontrar en todas las grandes urbes del planeta. En un mundo propio, cuyos habitantes se limitan únicamente a su familia, vive igualmente Nazneen, joven inmigrante que a la temprana edad de diecisiete años es enviada a Inglaterra en contra de su voluntad para cumplir la promesa de un matrimonio de conveniencia. La perdida de un hijo temprano sufrida por la joven ha cerrado todavía más el lazo de sus ataduras, empujándola a ocultar un dolor que no puede olvidar. Estas ataduras se transmiten irremediablemente a su vida diaria. Así, esta mujer vive una rutina de esclava, ocupándose resignadamente de las labores del hogar y de su marido.
La dicotomía existente entre Nazneen y su hermana ocupa gran parte del arco argumental, comparando sus diferentes situaciones. Una está atrapada por la tradición en un lugar que en teoría es más igualitario que aquel del que proviene. La otra, sin embargo, está viviendo una vida amorosa sin ataduras en su país de origen, donde a priori las mujeres no gozan de tanta libertad como en el extranjero. El modo en que la primera lee una y otra vez las cartas que le remite cada poco tiempo nos convencen de ello. Hay en sus ojos una secreta determinación que puja por salir a la superficie. Nazneen asume de pronto su situación y decide dar un primer paso, pero, curiosamente, será ese deseo de escapar de ese mundo extraño el que la lleve a inmiscuirse más que nunca en la vida del lugar que habita. En efecto, es evidente como ella se va abriendo al exterior, emocional y socialmente, principalmente gracias a su vecina y posterior amiga, que representa la imagen de una mujer menos tradicional. Será precisamente a través de ella como conozca al joven Karim, con el que inicia una relación de carácter liberatorio.
Es digno de todo elogio el trabajo realizado a la hora de ambientar la película y el modo en que ese entorno tan particular a nuestros ojos expresa los principios argumentales de los que parte la trama. Todo se limita a las esperanzas de una mujer, tratando en vano de encontrar unas raíces perdidas recreadas en una casa invadida por elementos occidentales, del mismo modo que los brillantes letreros del barrio invaden las avenidas Londinenses compuestas de asfalto y ladrillo. Ese cuestionable apego por lo propio se ve de pronto alterado por un acontecimiento amoroso, pero decae en el olvido a partir de otro evento mucho menos agradable. En efecto, Brick Lane se compone de dos partes bastante diferenciadas. Hasta la mitad del film es un claro drama social, hábilmente combinado con elementos de película romántica pero sin caer en los tópicos del melodrama. No obstante, en la segunda mitad, el film cambia de registro por completo y trata de abordar temas bastante más complejos. El atentado de las torres gemelas revoluciona el argumento, que se centra ahora en temas de índole política sobre la inmigración. Aunque hasta ese momento la película tampoco estaba aportando nada nuevo, el cambio de perspectiva no consigue entrar en el guión de manera demasiado natural.
La historia de amor y la liberación de la mujer ceden ante otras cuestiones más importantes pero que tienen su impronta en el destino de los protagonistas. Lo cierto es que el giro argumental no le sienta del todo bien a la película. Donde antes había logrado triunfar la sutileza, ahora las cosas nos las dicen a gritos y con un tono de voz no demasiado agradable. El arraigo de un sentimiento nacional, de una conciencia de lo propio al fin y al cabo, pero abordado como un arma de autodefensa frente al creciente racismo, es la gota que va a colmar el vaso de la separación entre Nazneen y su amante. Ambos emprenden ahora caminos separados, en cierto modo, intercambiando sus roles. Lo que no resulta creíble es la transformación de Karim, ilustrada con una barba cada vez más larga, sobre todo después de ver su discurso inicial en la junta. Por su parte, ella comprende ahora donde está su lugar y aprende a ver a su marido con otros ojos -al que se le redime de sus pecados como por arte de magia- pero sobre todo influye en su decisión la posición de su hija mayor.
Los actores hacen un buen papel. Tannishtha Chatterjee está perfecta en su rol de mujer inteligente y pasional, virtudes que oculta oportunamente bajo esas ropas sedosas. Frente a ella se contrapone su marido, Chanu, interpretado por Satish Kaushik, un actor acostumbrado a hacer papeles cómicos. Lo cierto es que su personaje, con ese triste optimismo y esa pretendida cultura, resulta a la par gracioso y patético, casi caricaturesco. Christopher Smith es sin duda el más desaprovechado de todos, limitándose a sufrir un cambio moral imposible que no acabamos de creernos. Por su parte, poco más se puede pedir al resto de secundarios y a las actrices que asumen el papel de las hijas del matrimonio.
Lo cierto es que a pesar de todas esas transformaciones, que están metidas con calzador y hacen que la película chirríe bastante en su tramo final, Brick Lane plasma de forma elegante el proceso evolutivo de su protagonista. Las relaciones entre los personajes se abordan desde una sutileza y una sensibilidad templada muy elegante. De hecho, todo el conjunto del film de Sarah Gavron se contempla de forma amable, quizás entendiendo que bajo esa pretendida multiculturalidad están latentes una serie de problemas y tribulaciones comunes a todos nosotros. Al fin y al cabo, existe un lenguaje universal que todos conocemos. Ese que nace de dentro y se sirve del cine como vehículo.