Me temía en mi precrítica que esta película fuese mucho de envoltorio y no lo suficiente de contenido. Y así ha sido.
La fuente de la vida representa la concepción del arte de la exaltación del vehículo, del medio, y la supremacía del mismo sobre el contenido.
No es nuevo lo que nos cuenta La fuente de la vida -lo cual es normal-, pero lo peor de todo es que no creo que dé como para mantener el interés durante un largometraje.
Tenemos dos ideas filosóficas y una de las tragedias más viejas del mundo en un envoltorio muy parecido a la burbuja-nave en la que Hugh Jackman recorre el Espacio.
Es una película que nos habla de esas cuestiones que tantas y tantas conversaciones de salón, de tasca, de borrachera y de artistas culturetas han plagado: la muerte. La manera en que luchamos contra la muerte, precisamente eso que nos hace ser lo que somos, seres humanos, en nuestro camino por demostrar vaya Usted a saber quién, que no somos mortales aunque lo seamos y que, como dijo el filósofo: el ser humano es un dios caído que se acuerda del Cielo.
Lo que pasa es que, personalmente, en estos temas me quedo con otras obras que tratan estos temas desde el contenido y con el esfuerzo e interés de darle otra vuelta de tiuerca. Por ello recomiendo y me quedo con la película de Denys Arcand, Las invasiones bárbaras; o con la novela de José Saramago, Las intermitencias de la muerte. Son ejemplos que excitan mi cabeza. La fuente de la vida sólo excita mis sentidos.
Una fotografía que no está al servicio de la historia, sino de la tesis y el vehículo. Tenemos que la fotografía de Libatique es la misma esté donde esté la historia. Da igual que estén en su dormitorio, que en el laboratorio, que en el hospital. Es plana. Juega todo el rato con la luz como la muerte y la oscuridad como la vida, aderezado con tonos dorados que si bien gustan de ver, llega un momento en el que empiezan a cargar.
Lo mismo me pasa con la música, que me envuelve, que me transporta a la burbuja, pero que en el clímax me termina asqueando.
Y lo mismo se puede predicar de la dirección de Aronofski, que yo creo es lo mejor de la película. Lo comentaba Sherlock en su precrítica, por ejemplo, el plano del inquisidor embadurnando de sangre el mapa; o el arranque de la película en la selva; detalles en el laboratorio; el plano del cuadro; el detalle con el que rueda en la bañera, ... Pero llega un momento en el que termina cargando con tanto plano cenital, y con tanta servidumbre hacia la forma.
Una película en la que no pasa mucho, y en la que apenas hay personajes, en la que lo que la hace salvarse de la quema más absoluta es el festín para los sentidos, en la trampa de la forma, que no es capaz de hacernos olvidar que muy en el fondo, por muy alta que esté la música y muy lograda que esté la fotografía, a esta película le sobra cerebro y le falta sentimiento.