Me he resistido a la tentación de titular esta crítica "SÍ".
Habría sido demasiado fácil, pero hay que reconocer que es lo que mejor le va.
Primero porque no podría encontrar nada en esta película a lo que ponerle
pegas. Segundo, por su postura optimista ante lo trágico. El famoso eslogan en contra de Pinochet no queda tan lejos del defender
la alegría de Benedetti. Pero vayamos ya a repasar los puntos fuertes, una
vez dicho que de los débiles no los hay.
Larraín opta por
una textura de video analógico, ya nos prepara con unos elegantes créditos con
desfase de canales. Está muy lejos de ser una elección formal caprichosa, tiene
varios beneficios. Nos tralada de manera eficaz a los 80; aporta un realismo
casi documental a la película, lo que se refuerza con una planificación e
iluminación muy naturalista; y lo más importante, sirve para que la integración
con las imágenes de archivo sea absolutamente suave. No uso "absolutamente" en
vano, una vez dentro de la película (a mí no me ha costado nada asumir la
textura), casi se olvida la integración de imágenes reales, apenas hay contraste. Esto se ha intentado muchas veces, pero pocas -quizá ninguna- con un
verdadero éxito como aquí.
El mayor acierto de la película es el enfoque. Hemos visto
cientos de películas que se centran en los estragos de la dictadura -y en
concreto de Chile, varias, incluida Missing, la joyita de Costa-Gavras. Aquí el
director decide que es momento de contar otra historia, es decir, contar los
mismos hechos pero con un enfoque distinto, un enfoque positivista, pragmático.
Habla de la publicidad, o si se quiere, de forma más general, de las
propiedades de la comunicación. Y plantea también un dilema entre lo ético y lo
práctico; el fin y los medios. Dónde situar el límite de las concesiones. Algo
que, por cierto, se puede aplicar no sólo a la política sino también al arte.
No olvidemos que, por mucho mérito que tenga Saavedra en la historia, a día de
hoy muchos nos asqueamos con que la política sea únicamente un juego de
publicidad.
Cargando con el peso dramático, un genial -como siempre- Gael García Bernal, que ya sabemos que
lo mismo es mexicano, que español que chileno. Todo le va bien. El resto del
reparto no desmerece para nada. Y lo mejor: uno no sabe donde acaban los
actores y empiezan los testimonios reales.
Para rematar, unas buenas dosis de humor, que siempre se
agradecen, que amenizan pero no por ello eclipsan la gravedad de fondo.
Divertidos momentos a cuenta de la televisión, y de los viejos 80. Una película
que se disfruta se la mire por donde se la mire; desde el espectador más
perezoso que sólo quiere pasar un buen rato, pues no le faltan ingredientes
comerciales; hasta el que quiere una reflexión profunda y salir pensando de la
película. El ideal producto publicitario de éxito, le van bien todos los targets.
Completísima.