Cuando uno se acerca al cine de algún actor que se precia en hacer una película, siempre descubre que lo que suele interesarle, si se trata de cine dramático y no comercial, es mostrar alma en su primera entrega. Mathieu Amalric, el hombre con mirada de ardilla, pretende transportarnos al mundo del actor en esencia, al mundo del cabaret que era y ya no es, a través del día a día de su derrumbamiento, de su fe y de su constancia.
Utilizando a dos personajes antagónicos pero precisos, él mismo y la corista reflexiva, sin apretar el acelerador del espectáculo y la comparsa, pero sí transmitiendo la crudeza luminosa del talento, logra recorrer los recovecos del corazón de todos nosotros en un roadmovie agotada y tranquila con mucho sentido.
La desesperanza y la desesperación, el resumen de la resignación, la vida brillante pero solitaria, quedan perfectamente descritas y pintadas en un cuadro brutalmente mecido en el metraje directo del film. Quedarse agazapado contemplando el devenir de sus personajes, contenerse en los momentos más románticos pero fríos de la película, es viajar también por el universo que nos transmite la película. Al final sólo nos quedará París, o ellos mismos, y eso lo entendemos todos, seamos o no del vodevil.