Casi siempre, los fantasmas en el cine, en el arte en
general, e incluso en la psicología colectiva, son una representación de los
recuerdos más penosos y los traumas alojados en lo más hondo de la mente de los
personajes. Incluso en las películas que más se mueven en el género puro, suele
haber algo de esto. En Sauna,
evidentemente, representan los remordimientos de unos personajes corrompidos
por la brutalidad de la guerra. Toda la crueldad que ejercieron en la impunidad
de los tiempos bélicos, ahora en los primeros momentos de paz empiezan a pasar
factura.
Esta es la interesante motivación que hace funcionar una película
de cuidada factura y un ritmo muy personal. Escapando del esquema orientado a
potenciar el grito entre el público, Sauna se presenta como una coherente película afincada entre el drama y el terror. Con
tiempo para mostrar un plano de arroyo que servirá para abrir y cerrar el film
de manera muy gráfica. El agua y la sangre. La acentuación de los puntos
relevantes de la película no se distribuye por la inercia del género sino por
la elección personal del propio autor. Consigue una narrativa sólida a la vez
que diferente.
Uno de sus mayores virtudes es la ambientación. La presencia
de los personajes tiene mucha fuerza, en parte por la presencia de sus actores
y en parte por el vestuario y caracterización. Ville Virtanen, con esas lentes y esa ropa consigue una potencia
fabulosa.
Una atmósfera de misterio y lirismo muy bien conseguida, una
suciedad que hace destacar el pueblo fantasma. Una sauna en pleno lago que será
toda una puerta a otro mundo. La imagen es impecable.
Una vez más, el cine nórdico, demuestra que está en plena
forma, que es muy elegante y que se atreve con cualquier género, aunque, al
igual que ocurría con la sueca Déjame
entrar, en esencia toda la fuerza descanse sobre un drama. En ambas, el género
no es más que una herramienta, una forma de expresión y no un fin en sí mismo.
Dos películas refrescantes que, sin duda, han salvado la semana de terror de
San Sebastián de este año.