Toda una reivindicación del cine de
mamporros y tiros ochentero, con una coherencia que es de agradecer y
en la que, a pesar de echar de menos a los principales protagonistas
del género, resulta afinada como revival de aquel
cine. Por sus diálogos que sin un ápice de sutilidad juegan con la
ambigüedad mercenario-actor mamporrero, por la tenacidad de no
incluir ningún elemento renovador que pueda enturbiar el recuerdo
(salvo los efectos digitales) y especialmente por la políticamente
incorrectísima violencia gratuita e ilimitado desprecio por la vida humana. Se puede
decir que, por tanto, se ha conseguido con creces el objetivo a pesar
de las ausencias: recrear con eficacia un tipo de cine que,
por fortuna, quedó atrás hace ya tiempo, cada vez más abajo en la
estantería del videoclub.
Y es que no hablamos de las mejores
películas de acción en la línea de La jungla de cristal o
Terminator, ni siquiera de la aceptable Acorralado.
Hablamos de la serie B más precaria, con una absoluta falta de
argumento apreciable, con personajes con más esteroides que
personalidad, con diálogos que suenan a chiste sin querer serlo y con un
gusto por la muerte tan absurdamente injustificado (recordemos la
escena en que el avión se da la vuelta sólo por el gusto de
aniquilar unos cuantos soldados, sin mayor finalidad) que no queda
compensado ni con lo caricaturesco de esta violencia.
Ya en 1993, Arnold Schwarzenegger, por
aquel entonces emperador absoluto del cine de acción, se reía de sí
mismo y de su cine con la excelente El último gran héroe,
donde parodiaba con mucho acierto y mérito su propio trabajo y de
paso su propia persona. La película, por cierto, fue un fiasco de taquilla en
EEUU. Cabría pensar que el veterano Stallone, medalla de plata del
mamporreo, que ya en aquella película cedió su imagen para un
celebrado gag, enfocaría los mercenarios desde cierta distancia paródica. Viendo lo
grotesco de algunas imágenes (decapitaciones a cuchillo, etc.)
podría pensarse así, pero lo cierto es que no se diferencia
demasiado de su última incursión en Rambo. Stallone cree en lo que
hace, principalmente porque sigue cubriendo sus arcas, y se ha
juntado con sus compañeros de gimnasio para medir sus viejos bíceps,
aún esplendorosos, todo hay que decirlo, con la mayor brabuconería, enfrentando sus
rostros arrasados por los excesos vigoréxicos y el botox.
Debo reconocer que me he reído a gusto
e incluso he llegado a aplaudir, pero se debe básicamente al sonrojo
y el patetismo que provoca la película y sus perpetradores y al
amparo de una amena tarde de cine malo con mis compañeros
Precríticos; no desde luego por los cuatro metadiálogos encajados
con calzador.