A veces, cuando un autor con mucha personalidad trabaja sobre un material muy de su estilo, termina cayendo en el peor exceso y en la autoparodia. A mi modo de ver, esto es lo que le ha pasado al barroquísimo director Michel Gondry, al trabajar con la obra surrealista de Boris Vian. Le ha dado tanto margen a hacer lo que mejor sabe hacer que se ha olvidado de todo lo demás.
Desde el minuto uno, Gondry nos
deslumbra con aparatosos derroches de surrealismo pop. El mismo que
nos mostraba en los sueños de la -muy superior- La ciencia del
sueño. Efectos artesanales, trucos ópticos, de un valor
estético considerable. Algunos hallazgos visuales son sorprendentes,
chocantes, deslumbrantes. El talento de Gondry en este aspecto no
está en entredicho.
El problema es que se queda ahí, en
una sucesión de trucos atrevidos, y la historia resulta cargante,
algo tonta. Su ligereza esconde el vacío. Solo hacia el final, quizá
por el equilibrio que aporta el peso del drama, va tomando algo de
forma. Parece un videoclip de un grupo indie francés. Para Sebastien
Tellier, por ejemplo.
Roman Duris, que es un actor
excelente y ya ha demostrado intensidad y profundidad en anteriores
trabajos, se enfrenta a un personaje de cartón, marioneta de un
mundo arbitrario, por lo que no aporta demasiado. Audrey Tatou,
que hace tiempo que perdió la pícara inocencia de sus tiempos de
Amelie, resulta un contrapunto igual de vacío.
Eso sí, las manualidades Gondry son
insuperables.