Como muchas otras veces, la escueta
descripción que ofrece el festival para sus película termina
creando una imagen distorsionada de lo que serán. Ni sexo, ni drogas
ni glam rock (de éste último un poco). Tiene algo de retrato
generacional, pero no es algo demasiado predominante, nos habla de
unos jóvenes en un contexto concreto, que finalmente no son muy
diferentes -por desgracia- de algunos modelos de hoy en día. Lo que
sí había era violencia, la de las bandas, los jóvenes con ganas de
volcar toda su rabia en las calles. Los mismos que en las calles de
Nueva York se partían la cara en West Side History. Los de La ley de la calle.
La película nos plantea el conflicto
desde sus raíces, desde los problemas en casa con unos padres
incapaces de educar a sus hijos, a veces, todo lo contrario; con una
influencia de los precedentes, en este caso el hermano mayor, pero en
general, la generación anterior que perpetúa el mecanismo de la
violencia (véase el chico que amenaza al protagonista al principio
de la película); y también los problemas de la escuela. La
segmentación bruta de los alumnos según sus supuestas capacidades,
el castigo rutinario de poco efecto, el abandono de los más lentos,
los maestros incapaces.
Con todo este contexto de corte
realista, la película se permite estar menos apegada a la realidad y
utiliza situaciones como cuando el chaval toca fondo, con esa imagen
tan gráfica de los cuchillos como manos, o como el limpio final
entre los leones: esos dos muchachos que finalmente no son más que
humanos, que se dan la mano ante el peligro que nos amenaza a todos,
después de todo están en el mismo bando.
Bien dirigida, aunque sin brillantez
por Peter Mullan, con algunos minutos sobrantes, esta es una
buena película que más que tratar sobre un tiempo y un lugar, trata
sobre problemas tan universales como la educación y la violencia.