Salomón Shang (La leyenda del innombrable próximamente), aparte de director, también es exhibidor, y conoce perfectamente de qué se trata todo el mundo del cineclub de arte y ensayo, ese que ya no existe, ese del que se hacen documentales de naturaleza como si fueses animales en peligro de extinción. Rodada en Barcelona, en una sala que sufría esta situación y que terminó cerrando, la película tiene así el componente total del problema, su mirada partidista y ahora con su estreno la complicidad de un público que no creo pueda eliminarse de la ecuación.
La melancolía y la crudeza de la denuncia del film no pueden por tanto ser eliminados, y apartando las maneras a veces rocanbolescas y hasta incluso difíciles del autor para con un espectador medio (no es a él al que está destinado este artilugio), el documental tiene la buena pinta de un gran cuadro quizás demasiado alto o quizás demasiado bajo, pero que parece imprescindible a la hora de mostrar el contenido de las gentes detrás de la costumbre de la butaca y la proyección.
El que quiere sumergirse con ganas en el aledaño mayor de la industria, ese que nadie mira mientras la pelota está en juego, puede acercarse a este film con total tranquilidad, pero el que no tenga ni paciencia ni ganas de contemplar al muerto en el velatorio que ni intente mostrar su pésame porque será salpicado. La calidad de ensayista del proyecto expulsará a aquellos que no le den importancia al propio arte, porque la propia exhibición de este film es un metalenguaje al que me gustará ver en grado bajo y me adormecerá en grado máximo. El equilibro del tributo a las salas y la creación del desbordante autor, han de viajar de la mano. Sino simplemente habremos visto un documental más, concreto, pero uno más.
Parece una denuncia sensible más allá del dinero de la proyección. Parece un lugar de ensayo que no debe olvidarse de documentar.