Vaya por delante, para evitar que me
achaquen Pedrofobia, que adoro la obra de Pedro Almodóvar y que, en
concreto, su anterior película me parece una obra maestra, así con
todas las letras.
Está claro, y así lo ha manifestado
el director en varias ocasiones, que lo que se buscaba aquí era una
comedia ligerísima para reír y poco más. Sorprende en un autor que
ha escrito películas tan divertidas como Mujeres al borde de un
ataque de nervios, que su concepto del humor sea algo tan fácil,
vulgar y reiterativo. Quizá en su empeño de aligerar, ha eliminado
todo rastro de inteligencia hasta terminar en una serie de gags con
pluma y sexo que quizá hubieran sido transgresores hace treinta
años, con la explosión de las libertades y en medio de las dos
Españas. A día de hoy, resulta trasnochado, superado y por lo tanto
aburrido, que es lo peor que le puede ocurrir a una comedia sin
pretensiones.
Aunque, bien mirado, pretensiones si
tiene, muchas y con calzador. Como para justificar este divertimento,
incluye una constante crítica tonta y forzada hacia los culpables de la
crisis, que aparte de no aportar nada, desentona y se apoya en guiños
patéticamente explícitos. Pero hay más pretensiones, una mirada al
pasado, una defensa nostálgica de sus propios comienzos (algo que ya
estaba presente en Volver). La mescalina, el agua de Valencia.
Una especie de reivindicación de lo loco y lo políticamente
incorrecto de los tiempos de la movida. Esa reivindicación se hace
de forma explícita en el contenido y se sugiere a través de un tono
en coherencia con esta idea. Todo un juego metalingüístico la mar
de ambicioso que termina derivando en un solo resultado: la película
está tan desfasada como el uso de la mescalina.
¿Cosas buenas? Pues claro que las hay.
Tenemos un repartazo, salvo alguna excepción, con las mejores
capacidades cómicas que podemos encontrar en nuestro cine. Carlos
Areces es gracioso solo con aparecer en pantalla. Las
caracterizaciones son suficientemente estrambóticas. El gag musical
está muy bien rodado y coreografiado. El trabajo del color, tanto en
dirección artística como en fotografía, es refrescante, da gusto
tener esa sensación de amplitud y paz en una cabina de avión.
Alberto Iglesias hace lo que puede con la banda sonora, para intentar
dar empaque a este despropósito. De hecho, todo está perfecto
excepto una cosa: un guión que parece haber sido escrito en el
tiempo que dura un viaje de avión bajo los efectos de varios licores. Por
mucho potencial que tenga Javier Cámara, no puede hacer nada
con su texto, eso no hay quien lo levante.
En algo que creo que también ha
fallado Almodóvar, y en este caso, como director, es otro pecado en
comedia: la película no tiene ritmo. Los diálogos muchas veces se
estancan y se alargan en planos excesivamente estáticos. Falta
engrasar algunos elementos en el montaje. Quizá es que hay que ir
más allá con el juego autoreferencial y el espectador también debe
ir puesto hasta arriba de mescalina.
Vergonzosamente aburrida.