El bueno de Gus Van Sant, ese director que todos conocen, pero que desaparece de la prensa y demás rincones del cine en general de vez en cuando, vuelve con una película que se ha visto en Cannes, que se percibe como un oasis de capaciad, ruptura y buen hacer, una vez más a lomos de un realizador con mano y muchas ganas de ser distinto.
Recientemente con Mi nombre es Harvey Milk, exitosa donde las haya, antes con Last Days, no se está alejando para nada de los sitios reservados a los buenos directores ya con años, dejándose ver con películas muy trabajadas y roídas para sacar algo de vez en cuando, al revés, se muestra resolutivo y con ritmo, con las cosas claras, con los retos en la frente, y siempre sorprendiendo con sus temas, con sus decisiones, no con sus maneras de sobra conocidas.
No tiene miedo a entrar en una película tan actual y firme como ésta en cuando a la historia, con actores noveles, masticándolos en el caer de tomas y tomas distintas en busca de belleza, sin dejar a un lado un contenido crítico, siempre analizante pero como no existente hasta el fin de un film que en el segundo visionado enriquece. Éste es Gus Van Sant, un artesano con imaginación, que deja hablar, expone, muestra, deja pensar y finaliza sus proyectos dejando huella y perfume. Y éste no es el típico que puede gustar o no, éste gusta y el que dice que no simplemente miente.
Para todas las edades parece ser un buen retrato del pensamiento adolescente, forzándolo en un suspense extraño que dotará de más armas a los más convencionales. No va a defraudar.