La única razón por la que no he dejado de ver esta película a la media hora es que quería escribir esta crítica. Porque otra razón no ha habido para tragarme estas más de dos horas. Un cúmulo de despropósitos se ciernen sobre la trama ya desde el principio. A diferencia de “Dogville” que tenía una historia con sentido por lo menos casi hasta el final, “Manderlay” se mueve por estupideces a cada cual con menos sentido, con un guión artificial hasta el extremo y tramposo como él solo. No hay que fijarse más que en el detalle del engaño rastrero por el cual el orgulloso no era tal ¡y resulta que no había ningún orgulloso! Pero da igual, porque todo vale, al fin y al cabo no hay paredes.
Por cierto que me equivoqué en la pre. Vi unas imágenes engañosas que me indujeron a pensar que esta película sí que era con paredes, aunque esto, en todo caso, es lo de menos y, de hecho, no se le da ninguna importancia como se le daba en su predecesora.
Situaciones ridículas a cada momento como la de los números en el patio. Las reacciones de los personajes son por completo incoherentes y forzadas. Teatro de marionetas elevado a la enésima potencia y desde el principio. Al principio hace hasta gracia, parece una de esas comedietas de televisión en la que una sosa mujercita rica intenta ayudar a pobres y se le suben a las barbas. Y el ridículo que, en principio, provoca la risa, termina por producir un hastío y un desinterés absoluto.
Buscar la simbología sin ser capaz de conseguir una base cinematográfica es un estrepitoso fracaso. Esto es lo que le sucede a Lars Von Triers. Sólo espero que no nos azote con la anunciada tercera parte, aunque bien mirado, difícilmente puede ir más a peor. No voy a entrar en la dudosa ética de la reflexión porque ni merece tal estudio. Ni tampoco voy a denunciar que el personaje de Grace no sea realmente el mismo que en la anterior película, porque esto, viendo todo lo demás, son minucias.