No me entusiasma Gus Van Sant, pero si sabe moverse en algún terreno, este ha de ser escabroso, algo grotesco e irremediablemente viciado. O vicioso, vete tú a saber. El caso es que en productos que han respondido a esas escuetas líneas maestras es donde el tío Gus ha dado sus mejores resultados. No es casualidad que sus escasas escapadas a la gran industria se hayan saldado con sonoros trastazos. Comerciales, críticos, y de todo tipo.
Lo que ocurre es que la película que ahora nos ofrece no me interesa absolutamente nada. Para empezar, por poco valiente. Van Sant nos pinta el retrato de el líder de una banda de rock, grunge, desorientado, tan atractivo como desastrado, adicto y destinado a una muerte temprana. Todo esto en Seattle. Y sí, podríamos decir que es Kurt Cobain. (No hay más que ver las pintas que le han puesto a Michael Pitt, el rubito de Soñadores, para ver la influencia directa.)
Pero no es Kurt Cobain. No lo es porque, primero, Van Sant no tiene los huevos de atreverse directamente con él, a pesar de las posibles represalias legales. Pero, sobre todo, no tiene huevos porque es mucho más cómodo parapetarse tras una figura ficticia y así apoyarse en los tópicos de siempre, las pinceladas habituales -esas que ya conocemos de memoria- sobre la clásica estrellita del rock que se sumerge en su particular via crucis de drogas, alcohol, esto y lo otro.
Claro que tito Gus se creerá muy moderno con su montaje psicodélico, sus estilizadas idas de olla visuales, sus planitos multicoloridos, su cámara tiembla que te tiembla y demás recursillos estilísticos tan indies como vacuos, inútiles, puro engaño.
Puede que me equivoque y que, después de todo, Van Sant ande más orientado de lo que pensaba. Pero vaya, este hombre nunca ha andado muy recto, dudo que haya aprendido ahora a aguantar mejor esas copitas de más.