A un servidor no le gusta ejercer de demagogo. Por eso a la hora de hablar de la situación del cine nacional se cuidará muy mucho de decir que en España no se hacen buenas películas. No obstante, es imposible negar que los argumentos a los que suele recurrir la cinematografía patria acostumbran a ser siempre los mismos. Por encima del espectro de la Guerra Civil planea un cine social que a fecha de hoy ha tocado casi todos los palos posibles, con dispares resultados. Como bien demuestra esta película, no es talento sino ideas lo que nos falta.
El patio de mi cárcel es un retrato de la vida reciente en las cárceles españolas que combina a partes iguales el drama y la denuncia. La historia da comienzo a principios de los ochenta y abarca algunos de los principales problemas de toda una década. Belén Macías dirige con pulso firme pero convencional un drama carcelario no demasiado cruento. Es de agradecer que la película no se recree demasiado en la violencia y trate de ofrecer una visión realista de la vida más allá de las rejas, aunque en ocasiones sea demasiado amable. En cualquier caso, no puede sino alabarse la buena voluntad de su propuesta.
Una funcionaria de prisiones con un corazón de oro conseguirá convencer a unas cuantas reclusas para que formen una compañía teatral. El grupo de teatro se convierte así en una vía de escape para las presas, que a través de los papeles que interpretan se acercan a la tan ansiada libertad, tanto en un sentido estricto como espiritual. Además de hablarnos de la reinserción, la metáfora da mucho juego. Es una lástima que no se profundice demasiado en este punto, sobre todo teniendo en cuenta que el nacimiento de la película tiene su origen en el caso real del penal de Yeserías.
Son tantos los personajes que la historia no puede pararse a analizarlos todos con el detenimiento que se merecen. Aún así, las vivencias personales de cada una de las presas sirven de reflejo a otras tantas realidades sociales como la de las drogas, la marginalidad, la homosexualidad o la inmigración. Casi todo se aborda a través de diálogos muy trabajados. Cuando se recurre a escenas más visuales -la del primer registro, sin ir más lejos- los resultados son desiguales. Alguna que otra, como la de la representación teatral, es un poco bochornosa, pero en general la película no se excede demasiado.
Una ambientación muy cuidada a la que ayuda la fotografía íntima y apagada hace creíble el ambiente del interior de una cárcel. No faltan las características propias del cine español más comercial. Los desnudos o las canciones de fondo no son opcionales, aunque a veces se metan por cumplir. De hecho, la película no se libra de tópicos ni después de acabar. ¿Era necesario incluir ese tema de Ojos de brujo en los títulos de crédito? Por su parte, el compositor Juan Pablo Compaired firma un apartado musical de tonos flamencos discreto pero a ratos poderoso, como en ese salto temporal.
¡Que sería de esta película sin el buen hacer de su reparto! Las actrices sostienen toda la película con sus interpretaciones. Incluso consiguen eludir los arquetipos que les imponen sus personajes, aunque no del todo. Si hay que destacar a una esa es sin duda la protagonista principal, Verónica Echegui. La Juani de Bigas Luna se confirma como una actriz de peso, capaz de dar vida a un personaje tan tierno como rebelde. No se quedan atrás el resto de reclusas, lideradas por Ana Wagener y Violeta Pérez. No se puede más que aplaudir sus interpretaciones. Candela Peña y Blanca Portillo, como representantes de las carceleras, dan lo que se espera de ellas.
El patio de mi cárcel debe valorarse con una especial benevolencia por su condición de ópera prima. La película se salva por la gran actuación de sus intérpretes y en especial de su protagonista, pero no deja de ser más de lo mismo. Su dramático final emociona pero no sorprende. Y es que, aunque sea una fórmula que guste a crítica y público, el cine español debería evolucionar en sus temáticas.