El cine iraní goza desde hace unos cuantos años de un excelente estado de salud, a pesar de los muchos problemas -no solo financieros- a los que han de enfrentarse sus producciones. Lo cierto es que la cinematografía de este país gusta mucho en nuestro continente, siempre dispuesta a atacar los primeros puestos de los principales certámenes europeos. El caso de Bahman Ghobadi en el de San Sebastián constituye el ejemplo más cercano y reciente al respecto. Tiene mucho mérito, sobre todo si se piensa que este tipo de películas provienen de un país en donde la iconografía de la sala de cine representa para los más radicales uno de los símbolos más infames de occidente.
De Hana Makhmalbaf se puede decir que la vocación cinematográfica le viene de familia. Esta niña prodigio parece compartir idénticas cualidades con su hermana Samira (La pizarra. A las cinco de la tarde), heredadas por ambas de su madre, Marziyeh Meshkini (Stray Dogs) y por supuesto de su padre, Mohsen Makhmalbaf, director de films como El silencio y Kandahar y uno de los autores más reconocidos del país. Todos los miembros del clan Makhmalbaf han obtenido en una u otra ocasión un amplio reconocimiento por parte de la crítica internacional, incluidos varios galardones en certámenes tan cotizados como Cannes o Venecia. La más pequeña de la familia no es primeriza en lo que a las labores de dirección se refiere, aunque si que es cierto que sus anteriores incursiones en el mundo del cine deben considerarse más bien como una rareza a cargo de un enfant terrible antes que como auténticos trabajos de autor. Pero a la edad de diecinueve años, Hana parece haber alcanzado la madurez necesaria para embarcarse en un proyecto al que imprimir su compleja personalidad, dejando, eso sí, las labores del guionización a cargo de su madre.
Lejos de complicar al espectador con un mensaje enrevesado, Buda explotó por vergüenza es una clara parábola sobre la situación actual de Afganistán, un país asolado por la guerra y cuyas secuelas aun permanecen recientes entre todos los que la sufrieron, especialmente en los niños. En efecto, como ya anunciaba el título de mi precrítica, crecemos imitando. Los innumerables ejemplos de ello se suceden a lo largo de todo el film, incidiendo la directora en esta cuestión una y otra vez. Si todo el viaje de Baktay a la escuela responde a una sencilla curiosidad por aprender “historias divertidas”, no es menos cierto que la niña comienza su odisea una vez se entera de que su vecino, apenas un poco mayor que ella, acude a diario las clases. Ya en la primera escena, somos participes de ese afán de imitación cuando Baktay arrulla a su hermano pequeño.
Esta primera reproducción del comportamiento de los adultos servirá para ilustrar tanto los momentos cómicos del film (especialmente lograda es la escena de la escuela) como el principal mensaje de la obra, duro y acertado a partes iguales. Cuando los niños acosen, por dos veces, a Baktay, amenazándola con lapidarla por llevar encima un pintalabios y un cuaderno, la parábola se destapa en toda su crudeza. La transmisión de unos valores equivocados a los más pequeños, incluso de un modo inconsciente, convierte la semilla de la travesura y la imaginación en el símil de una realidad en absoluto encantadora, fugaz vistazo a los ojos de la bestia que habitará en su seno con el paso de los años. Juegos de niños que no lo son tanto, como tampoco juega a las películas la directora a la hora de plasmar una realidad tan evidente como dolorosa: La ansiada libertad solo se consigue a través de la muerte, idea que expresa ese final derrumbamiento de la niña entre la hierba, la ultima renuncia de una inocencia ante las evidencias de un mundo terrible que solo ahora comienza a comprender. El mensaje no por sencillo es menos certero. Makhmalbaf ha optado conscientemente por contarnos las cosas de forma evidente y algo ingenua, de manera que su film pueda ser comprendido por todo el mundo.
Aunque sus metáforas se plasmen en ocasiones a través de recursos tan poco sutiles como la imagen del barco que arrastra la corriente o repita más de una vez las mismas cuestiones -alargando innecesariamente la duración de la película- el conjunto resulta completamente delicioso y aterrador a un mismo tiempo. En un segundo término, el film constituye un cuadro sobre la forma de vida de la región en que se ambienta, cercano al género del documental. No son pocos los planos en los que la directora se entretiene a la hora de mostrarnos el duro modo de vida de los habitantes del centro de Afganistán, sus costumbres, residencias, escuelas y mercados. Los impresionantes entornos naturales que dan vida al film sirven asimismo para enmarcar ciertas tomas francamente hermosas, basadas en el contraste de colores.
Hay algo de su padre, Mohsen, en la cinematografía de Hana Makhmalbaf, pero mucho más de un icono del cine iraní como lo es Abbas Kiarostami. El director de El sabor de las cerezas se evoca en más de una toma, sobre todo en lo referente al uso de un elenco actoral compuesto por niños. Hay que destacar pues la impresionante interpretación de todo el elenco infantil, en especial de la niña protagonista. Es asombroso como la directora ha sabido tratar con actores no profesionales, verdaderos habitantes de la región de Afganistán donde tiene lugar la historia. Baktay se convierte a los ojos del espectador en una niñita tan adorable como valiente, determinada a conseguir sus objetivos. La viva imagen de una mujer que lucha por abrirse paso en una sociedad en la que, desde siempre, ha sido considerada una persona de segunda.
Las dificultades que ha tenido que soportar esta obra para ver la luz y el hecho de estar dirigida por una mujer se comprenden mejor si entendemos su mensaje como una mirada velada al propio país de origen de su realizadora, Irán. A través de una perfecta muestra de un cine de autor que no por serlo renuncia a presentar sus ideas a todo tipo de público, Hana Makhmalbaf ha dejado de ser una joven promesa para reivindicarse como una creativa con unas ideas propias que, es de esperar, desarrolle todavía más en próximas producciones. Como ese inmenso Buda centenario destrozado por los talibanes, su película amenaza con hacer estallar nuestros cimientos sentimentales más profundos.