La vida de Pi no es una fábula.
No es un conjunto de tópicos de simbología religiosa. No simplifica
al máximo cada complejidad del mundo real a una simple verdad vital.
No es un pastiche de Coelho. No es una galletita de la fortuna. No es
un tratado politeísta tontorrón. No es nada de eso. El problema es
que esto no lo sabemos hasta los últimos cinco minutos. Hasta
entonces no sabemos que lo que parece ser el estilo es en realidad el
contenido. Y como no lo sabemos hasta ese momento, tenemos que sufrir
un extensísimo metraje repleto de esos tópicos, espiritualidad de
mercadillo y proverbios casposos. No lo es, y sí lo es. Sería como
preguntarse si Keyser Söze es cojo o no lo es. Aunque el giro final
revaloriza todo lo que hemos visto hasta entonces, al menos en cuanto
a contenido, no deja de ser una obra que sólo se salva en el último
minuto. Y, por cierto, cae de nuevo cunado menosprecia de forma
insultante la inteligencia del espectador explicando su juego en voz
alta.
Esa explicación final, es el broche
perfecto para confirmar que estamos ante un producto diseñado para
maximizar espectadores satisfechos -el sueño de cualquier productor.
Por otra parte, tampoco se quiere molestar a nadie: hay que dejar
bien claro que no se habla de una religión en concreto, sino de del
concepto general. Cualquier atisbo de espiritualidad debe ser
apretujado en el personaje principal, que de tanto aglutinar queda
más bien vacío. Vegetariano, absurdamente politeísta,
sobrecogedoramente ingenuo y espiritual, animalista y lo que haga
falta. Y como es una fábula, o mejor dicho, como contiene una
fábula, no hay problema en que cada una de sus acciones rebose
irritante estupidez.
Pero vayamos ya a lo bueno: Ang Lee vuelve a conseguir delicias visuales. Por un lado, de puro
espectáculo, como es el caso del naufragio, con planos
impresionantes. Por otra parte, imágenes bellísimas, composiciones
imposibles, colores de fantasía, soluciones realmente imaginativas.
Sólo por eso, ya vale la pena acercarse a una buena sala de cine y
disfrutar de un espectáculo puramente visual. Eso sí, repito:
puramente visual. La grandilocuencia de las imágenes no está al
servicio de nada. Apenas hay emociones asociadas. No hay verdadera
tensión en el naufragio, ni drama. Tan sólo belleza anestésica,
pero belleza al fin y al cabo.