La verdadera grandeza de la película reside en la inestimable capacidad de hacer sonreir sin gags preparados al respecto. El retrato de una familia para nada al uso, pero con enigmáticos problemas en un día a día normal, la hacen coherente con un sistema que provoca esto, el del ser humano que se nutre de su familia como seres cercanos donde dar rienda suelta a su verdadero ser.
Sin aparentar en realidad que son la familia de la película, sino una familia más en un universo de familias, el film es capaz de hacernos reir y llorar con naturalidad desde el punto de vista de la conversación, hablan y mucho, de forma inteligente y entre tantas distintas formas de ver el mundo.
Es cierto que puede ser disparatada pero desde luego con una calidad que la hace entrañable y noble. Los discursos, a todas horas y por doquier, son moralinas eficaces que se aprenden con un realismo que muchas películas envidiarían.
La oferta de esta película vital y propia es un torvellino de ilusiones y necesidades enfrentadas a un mundo muy cierto, con la valentía y la cobardía que nos caracteriza a todos, naturalidad a raudales que gusta por ser, en mi opinión un trabajo sincero.
Verdades como puños en fracasados de una sociedad que les exige demasiado, o demasiado pronto, o tan sólo que les exige sin parar. Verdades que se conocen y a las que hay que aprender a burlar. Porque no todos podemos ser Pequeña Miss Sunshine, ya lo decía entre dientes el abuelo.
La vida es un concurso de belleza continuado, como dice aquel daltónico, y deberíamos reirnos de él.