No soy de esos que se sienten profundamente fascinados por todo lo que pinta y vende Oriente, el lejano Oriente. Como Bill y como Scarlett miro el neón y los miles de transeúntes que caminan deslavazados con una extrañeza maquillada más con desidia que con curiosidad. Como ellos veo todas las imágenes de esas ciudad y me siento perdido en este viaje, perdido en la traducción.
Y como Bill, entiendo qué necesario, qué profundo, qué bonito debió ser encontrar ese otro apoyo. Porque es horrible perderse solo, pero perderse acompañado puede dar lugar a esos días que uno jamás olvida en su vida. Y con que mano firme, con ese aire de ligera intranscendencia, la Coppola (que nada tiene que ver en su estilo con su padre) nos muestra, casi sin que nos demos cuenta, cómo avanza y se afianza esa relación que no parece ser tal aún siendo la más bonita de las relaciones que ambos tendrán jamás. Hasta buscar y encontrar ese desenlace apoteósico por simple, bello y azaroso: ¿que qué es lo que le dice Bill a Scarlett al oído? Y qué nos importa. Sólo les importa a ellos. Nosotros, espectadores, somos como esas docenas de japonesitos que caminan alrededor de ellos dos, quietos, unidos; esos nipones nerviosos, veloces, bajitos, que les miran con más desconfianza que interés. Lo que Bill le susurre a Scarlett sólo es cosa de ellos, sólo para ellos, sólo para y por amor. Porque sí, porque es una historia de amor, sin grandes pasiones, sin desgracias, sin lágrimas, sin sudor y carne, sin más contacto que un casto beso en los labios y el tacto de los dedos de la mano en su pie desnudo.
No volvamos nunca más a Tokyo, por favor, porque no volverá a ser igual sin ellos.