La última película de Shyamalan, El bosque, fue un sonoro batacazo, un costalazo de los secos, una caída de lleno. Una historia con miga, con chispa; una cinta que arrancaba de manera prometedora, lenta y misteriosa, pero que pronto pegaba un resbalón de aúpa del que no era capaz de levantarse, hasta terminar en un completo despropósito.
Como pueden comprobar nuestros lectores, si bien fui uno de los más esperanzados ante el estreno de aquella película, también fui uno de los más duramente la castigó. En cambio, ahora, abro de nuevo con todo placer mi puerta de la esperanza al amigo Shyamalan, en este nuevo intento. Lo hago porque creo que incluso en una cinta tan desorientada y tan perdida como El Bosque, no se podía negar que él seguía manteniendo su exquisito estilo visual, esa manera tan propia de mover la cámara, ese regusto distinto a la hora de decidir poner la cámara aquí o allí, y de cortar entonces, y no antes, o después.
Ese talento lo ha venido demostrando en mayor o menor medida en otras de sus películas, aunque, lo sabemos, sí, la cantinela de siempre, aún ha vuelto a recuperar el nivel general que alcanzó, curiosamente, en su primer trabajo, El sexto sentido. Pero démosle otra oportunidad. La esperanza hay que perderla con los que ya han demostrado, sin remedio, una mediocridad generalizada, una incapacidad para brillar, para emocionar, para sorprender. A los diferentes, a los que tienen... algo, habrá que darles un voto de confianza.
Pero, eso sí, que no abusen de nuestras buenas intenciones como espectadores.