Cuando uno se propone hablar del último documental de la directora chilena Carmen Castillo, es estrictamente necesario hacer una breve referencia previa a la figura de esta realizadora. Mencionar su obra es referirse al trabajo de una reputada documentalista y guionista de televisión afincada en Francia, pero también al valor de una persona cuyas traumáticas experiencias, lejos de alejarla de la primera línea de combate, le han impulsado a luchar por reivindicar el valor de la memoria. Por eso, es igualmente indispensable evocar, a modo de pequeña biografía, esos hechos que marcaron irremisiblemente el porvenir de esta mujer. Baste saber que Castillo fue un miembro activo del Movimiento de Izquierda Revolucionaria y que sufrió en sus carnes la represión y el exilio que siguieron a la dictadura Pinochetista, con especial referencia a la muerte de su compañero sentimental e ideológico, Miguel Enríquez, asesinado por la policía militar del dictador en la pequeña casa de la calle Santa Fe en la que vivían. Este trágico suceso es la piedra angular sobre la que se mueve la directora a la hora de unir los diversos hilos narrativos que componen su nuevo trabajo. Evidentemente, la novedad no radica en la temática tratada. Los ejemplos de documentales centrados en la figura de Augusto Pinochet y su legado son incontables. Al contrario, la particularidad que hace de Calle Santa Fe un trabajo excepcional e irrepetible es el punto de vista desde el que se aborda esta materia.
Se trata de una producción en la misma línea del documental que dirigiera la chilena hace más de diez años sobre la figura de Marcia Alejandra Merino -tránsfuga del MIR a la DINA y delatora del escondite de Castillo y su compañero- pero tremendamente más profundo y ambicioso en sus maneras. Así pues, el nuevo trabajo de Carmen Castillo profundiza en diversos aspectos relativos al origen de la dictadura chilena y su posterior represión. La figura del MIR es abordada desde diferentes puntos de vista. La mirada de los hijos abandonados por sus progenitores activistas, los padres cuyos hijos militantes fueron asesinados o las mujeres torturadas por el régimen son solo algunas de las muchas en las que ahonda el documental. Pero mucho más interesante resulta la exploración de todas estas cuestiones desde los diferentes ángulos de la vida de la propia directora, con especial hincapié en su familia. Evidentemente, el estudio de la figura del líder mirista Miguel Enríquez, también aparece recogido en numerosas ocasiones. Las referencias a otros tantos acontecimientos tales como la caída de Allende, la denominada amnesia colectiva de la actual población chilena o una breve referencia al drama de los desaparecidos, convierten a Calle Santa Fe en un variado y rico tapiz de historias, aunque con un telón de fondo recurrente al que se vuelve una y otra vez a lo largo de su extenso metraje.
Ese lugar, un terreno inestable y difuso que se debate entre la memoria pérdida y la realidad de un país que ya no es el de antes, es la residencia de la calle que da titulo al documental. En efecto, Carmen Castillo vuelve cada cierto tiempo hacia esa casa en las afueras de Santiago para hablar con sus antiguos vecinos y tratar de reconstruir el suceso que marcó su vida para siempre. Especialmente emotivo es el encuentro de la directora con el hombre que años atrás avisó a la ambulancia cuando ella se desangraba en el suelo tras el fatídico ataque y Miguel vivía sus últimos minutos. Es esa la muerte que planea sobre muchos de los planos de esa Chile en blanco y negro, que se dibuja en los ojos de la madre cuyo hijo ha sido asesinado, esa pequeña agonía cotidiana que los clandestinos han de sobrellevar en su rutina diaria y que Castillo tan bien define al decir que la supervivencia es la muerte suspendida. A pesar de que intuimos otros lugares terribles en los que no se atreve a entrar, aun en medio de esa oscuridad, la directora encuentra a veces pequeños espacios luminosos ajenos a la tristeza en los que cobijarse. A veces, esos refugios aparecen en forma de canciones, entre las que no podía faltar alguna del inolvidable Víctor Jara.
El montaje narrativo de la película resulta perfectamente lógico, a pesar de todos los aspectos que la realizadora se atreve a tocar a lo largo de su desarrollo. Lo mismo recurre a documentos de la época que a la cámara al hombro y los alterna con planos más elaborados, como el de los rascacielos de la ciudad de Santiago. Todo evoca naturalidad. Pero más allá de esa mirada al pasado, de esa reivindicación de la memoria, la directora no se olvida de mirar al presente, de exhortar a los chilenos de hoy en día de la necesariedad de hacer balance. Ahí encontramos otro matiz más de la valentía de Carmen Castillo, que lejos de encerrarse en unos recuerdos que no niega, tiene el valor necesario para escuchar a los demás. Especialmente esclarecedoras son las críticas de su propia hija -descontenta con el desamparo sufrido- o la escena en la que el joven militante mirista logra convencerla de que no compre de nuevo la casa de la calle Santa Fe.
En numerosas ocasiones y contra todo pronóstico, más que de política, la película habla de sentimientos. La valentía y la sinceridad necesarias para hacer un trabajo de este tipo desde un punto de vista tan personal son merecedoras de todos los elogios. Cuando Carmen Castillo exorciza a través de este documental sus propios fantasmas queda claro que no solo está filmando para si misma, para tratar de saldar cuentas con un pasado imposible de olvidar, de los que dejan marca. Todo eso y mucho más está presente a lo largo de las casi tres horas que dura esta producción. Como la propia directora reconoció en la presentación del su obra en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián, su documental es demasiado largo, pero no por ello menos interesante. Si hubiera que definir a Calle Santa Fe de algún modo, lo más adecuado sería decir que se trata de un mosaico de historias presididas por una honestidad y un valor inconmensurables. Todas estas y muchas más son las virtudes de una película que emocionó a la audiencia de Cannes hasta llevarla al llanto incontenible. Un dardo certero que consigue traspasar fronteras y hacer que sintamos las vivencias ajenas como propias. Es lo que pasa cuando las cosas se cuentan desde el corazón.