Se vio en Cannes. Y no gustó. Se veía venir.
Oliver Stone hace tiempo que se ha perdido para el Cine. Sus males, mirándolo ahora con amplia perspectiva, arrancaron con Asesinos natos, una película que deslumbró fácil a algunos y espantó a no pocos. De nuevo mirándolo con perspectiva, una película facilona, burda y que se regodeaba precisamente en aquello que, pretendidamente, quería denunciar.
Pero ya allí arrancó el Stone descontrolado, el LSD de la sala de montaje, el speed del corte continuo, el guerrero del Mareo. Un horror. Experimentó con su nuevo y delirante estilo en Giro al infierno, donde por vacuo el resultado final resultaba más llevadero. Pero pronto continuaron sus delirios de analista.
A ésto hay que sumarle su indefendible caída en los abismos de la estupidez pseudo-revolucionaria de sus "amigos" Chávez, Morales y compañía. Siempre con ellos, como perrito (y cámara) faldero.
Llegados a este punto, a nadie le interesa lo que Stone nos tenga que arengar, y menos si lo hace con un indefendible ritmo de 18 planos por segundo, da igual donde esté la cámara, da igual lo que quede fuera o dentro de cuadro. Todos sabemos que Stone perfilará en este nuevo Wall Street a los malos como muy malos y a los buenos como muy buenos entre el embarullado maremagnum de la Bolsa norteamericana... y que ese será todo su análisis, el motivo único y suficiente (para su extinguido raciocinio) tras todos los males del momento.
Al menos volveremos a ver a Douglas vestido de punta en blanco y con ese gesto de auténtico hijo de puta. (Es que lo clava.) Pero no es interés suficiente. Suspenso.